Y es que el Taj Mahal es eso: poesía hecha arte, un canto al amor, una obra sublime
que sólo un alma enamorada sería capaz de ofrecer al mundo. Allí, justo sobre
el pórtico de entrada, se pueden leer unos versos del Corán que describen el
paraíso, que te dan una idea de lo que nos vamos a encontrar y de lo que vamos
a sentir; como palabras mágicas, aquel portón de bronce nos descubrirá un “palacio de
perlas rodeado de jardines”.
No hay nada más profundo
para cualquier viajero que sentarse en uno de los bancos que hay por todo el Jardín del Paraíso y admirar la silueta del impresionante
Mausoleo recortada sobre un cielo limpio. Cielo que poco a poco se tiñe de rosa
al caer la noche. De fondo, en las afueras del Templo, en la ciudad, en Agra
(una pequeña localidad situada al norte de la India , en el Estado de Uttar Pradesh) oímos los
cánticos y las oraciones propias de estas gentes.
Y así, mientras admiramos la soberbia perfección de todo el
conjunto: su simetría, los estanques que, como una llave dorada y perfecta,
abren el camino hacia el templo de mármol, entre flores de loto que flotan sobre sus aguas, nuestra
mente vaga absorta, solitaria, olvidada de tanto turista como nos rodea, y
rememoramos casi con lágrimas en los ojos la triste historia del emperador Sha
Jahan.
Sha Jahan conoció a su amada Arjumand en un bazar donde ésta vendía cristales. Admirado por su belleza no fue
capaz de dirigirle la palabra en un primer momento. Perseguidos por los
ejércitos de su padre el Emperador, y por culpa de esa relación, tras dos
esposas y cinco años desde aquel primer encuentro, se unieron en matrimonio.
Arjumand pasó a ser conocida como Mumtaz Mahal, “la elegida del palacio”.
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