Ya
en 1953, el psicólogo americano B. F. Skinner se refería a los efectos
paradójicos de la incertidumbre sobre el comportamiento. Cuando una actividad
es recompensada de forma intermitente e impredecible, las personas y los
animales podemos llegar a practicar esa actividad con una frecuencia e
intensidad tal que sus costes acaban excediendo sus posibles beneficios.
Desde entonces, la Psicología y la Neurociencia han
avanzado en la comprensión de los efectos que ciertos programas de
reforzamiento tienen sobre nuestro comportamiento, y han confluido en concluir
que algunos de ellos pueden acabar convirtiendo una conducta inicialmente
lúdica en una conducta adictiva, que escapa al control del individuo y que
puede tener consecuencias graves sobre su salud mental y física.
Los juegos de azar son un ejemplo paradigmático.
Administran recompensas con un alto grado de incertidumbre, casi siempre
producen acumulación de pérdidas, y aun así existen en casi todas las culturas.
El trastorno por juego de azar:
En todas ellas, el juego atrapa a un porcentaje de
personas que cumplirían los criterios para ser diagnosticados con el problema
mental actualmente conocido como trastorno por juego de azar (anteriormente
denominado ludopatía o juego patológico).
Es más, los juegos de azar han evolucionado
culturalmente para incorporar características estructurales –las
características intrínsecas del diseño del dispositivo o medio de juego– que
incrementan ese potencial adictivo.
Funciona de forma similar a
las drogas psicoactivas
Estas
características tienen la capacidad de hackear un sistema de aprendizaje que
evolucionó biológicamente para potenciar la curiosidad y la perseverancia en
entornos de escasez e incertidumbre. La antropología del juego ha puesto de
manifiesto que la especie humana ha ido descubriendo y modelando el juego de
azar de forma similar a como ha hecho con las drogas psicoactivas.
Como ocurre con esas sustancias, desarrollar un
trastorno adictivo requiere exponerse al agente adictivo. Oferta y acceso al
juego están, por tanto, relacionados con la incidencia del problema, como
también lo están los factores que incitan a seguir jugando una vez que ya se ha
comenzado.
Es cierto que la prevalencia del trastorno por
juego es relativamente baja, y no muy diferente de algunos otros trastornos
mentales graves (aproximadamente, el 1 %), pero esa pequeña fracción juega de
forma suficientemente intensa como para generar una proporción muy considerable
del gasto global en juego de azar.
Manipulaciones dirigidas a jóvenes y adolescentes
Dicha habilidad para ganar, a su vez, se vincula a
la propia valía, la competencia y la inteligencia, vinculación que viene
reforzada por modelos de éxito. De nuevo, todas estas manipulaciones son
especialmente eficaces entre jóvenes y adolescentes, quienes se encuentran en
una etapa de su desarrollo en la que son constitucionalmente más sensibles a
este tipo de motivos y más propensos a asumir riesgos.
La regulación sobre juego se enfrenta, pues, a un
reto complejo. Por una parte, debe atender a la evidencia sobre los efectos
nocivos del prohibicionismo indiscriminado. Por otra, debe ser mucho más eficaz
en la protección de los colectivos vulnerables, especialmente menores de edad y
personas con un perfil de jugador de riesgo o exjugadores patológicos.
La protección de estos últimos, sobre la que existe
una literatura amplia, requiere:
-la eliminación del marketing directo al que
frecuentemente se ven sometidos,
-implementar políticas de autoexclusión con
controles adecuados,
-evitar el uso de señuelos (por ejemplo, alcohol
barato) e
-identificar y limitar las características
estructurales de los dispositivos de juego que incrementan su potencial
adictivo.
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