El coronavirus volvió a colocar en
primer plano el impacto negativo que tiene la obesidad sobre el sistema
inmunitario. Recorrido de un mecanismo complejo
Se calcula que en el
mundo aproximadamente 2.000 millones de
personas tienen sobrepeso y más de 650 millones tienen obesidad, cuadros
definidos como un Índice de Masa
Corporal (IMC) de entre 25 y 30 en el primer grupo y mayor a 30 en el
segundo. Esto significa que cerca del 40% de la población mundial
tiene problemas con su peso corporal.
“Debido
a su prevalencia, a pesar de que suele ser ignorada como tal, la obesidad puede considerarse una
pandemia desde 1960 y sigue en aumento: su incidencia trepó el 1% cada tres
años entre 2004 y 2014 y, si la tendencia continúa, las proyecciones indican
que para 2050 la población mundial con
sobrepeso y obesidad alcanzará el 50%. Nuestro país ya supera el promedio. Según
los datos de la Segunda Encuesta Nacional de Nutrición y Salud (ENNYS 2), de septiembre de 2019, el 67,9% adulta de la
población tiene exceso de peso: 34% de las personas tienen sobrepeso y 33,9%,
obesidad”, explicó a Infobae el reconocido
doctor Alberto Cormillot.
Según el experto en
salud alimentaria, estas cifras son en parte el resultado de haber minimizado
el problema y sus consecuencias, ya que se trata de una enfermedad
crónica relacionada con más de 200 enfermedades, muchas de gran impacto en la calidad
y expectativa de vida como diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares,
hipertensión, accidente cerebrovascular –ACV– y algunos tipos de cáncer. A las
complicaciones físicas, emocionales y sociales, se les suma que es, junto con
la diabetes, la hipertensión y la enfermedad coronaria, un importante factor de
riesgo, contagio y agravamiento de infecciones entre las que se encuentran la
actual pandemia de COVID-19.
Esta
pandemia volvió a poner el foco en estudios realizados durante otros brotes de
enfermedades por virus en general y coronavirus en particular tales como
influenza H1N1 y MERS-CoV que
se identificó en 2012 como la causa del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio, afecciones que ya habían confirmado la
vulnerabilidad de las personas con sobrepeso y obesidad.
Obesidad e inflamación:
el dúo más peligroso.
La
obesidad se caracteriza por un exceso de tejido adiposo (grasa) cuyas células
pueden aumentar en tamaño y/o número, consecuencia del desequilibrio entre el
consumo de alimentos y el gasto de energía. Al
nivel “visible” de la enfermedad es necesario agregar el “invisible”: la
obesidad comparte con otras patologías la existencia de un estado de
inflamación crónica denominado “lipoinflamación” que perpetúa la enfermedad y
se asocia a múltiples complicaciones.
El
circuito por el que este estado se produce es complejo. El tejido adiposo
cumple con numerosas funciones, entre las que se destacan:
-El
mantenimiento del balance energético.
-La
regulación de la temperatura.
-El
metabolismo de lípidos (grasas) y glucosa (azúcares).
-La
modulación de la función hormonal y reproductiva.
-La
regulación de la presión arterial y de la
coagulación sanguínea.
Está
formado por adipocitos, células grasas
que actúan como una glándula que segrega moléculas implicadas en la regulación del peso corporal (leptina,
adiponectina), en el sistema inmune, en
la función vascular (citoquinas) y en el desarrollo de la resistencia
a la insulina (resistina), entre otras. El aumento de peso disminuye
las sustancias protectoras y eleva las
dañinas –citoquinas-, especialmente cuando la grasa se localiza en
hombros y espalda, hígado, interior de los músculos y del abdomen, la más
perjudicial
“Cuando hay un excedente
energético se acumula en el tejido adiposo que está debajo de la piel. Los adipocitos se agrandan y aumentan su
número. Cuando rebasan su umbral de almacenamiento, aumentan los
depósitos de grasa visceral, especialmente
en el abdomen y sobre todo en el hígado. En este proceso de produce un
remodelado de su estructura, la circulación se dificulta y las células se
rompen. La cantidad de grasa que
contienen los adipocitos es liberada y se dirige al hígado y a los músculos. El
cuerpo celular muerto atrae a los glóbulos blancos y otras células del sistema
de defensas en respuesta a este desajuste provocando una respuesta inflamatoria
que, si no se resuelve, lleva a una inflamación crónica con gran liberación de
citoquinas causante de muchas de las complicaciones de la obesidad”, aclaró
Cormillot.
Y agregó: “Las citoquinas son sustancias
que interfieren en el metabolismo del colesterol, elevan el nivel de colesterol
LDL (malo) y de triglicéridos y reducen el colesterol HDL (bueno). Además, provocan
una constricción de las arterias, aumentan la presión arterial y la
coagulabilidad de la sangre e interfieren con la acción de la insulina,
elevando el nivel de glucosa en sangre y empujando al organismo a la diabetes. Al
relacionar este estado inflamatorio con las infecciones virales como el
coronavirus se encontró que:
-disminuye
la acción de las defensas y aumenta la vulnerabilidad al contagio,
-incrementa
significativamente la necesidad de hospitalización,
-reduce
la respuesta a los tratamientos, esto incluye la acción de medicamentos y
vacunas,
-eleva
la necesidad de ventilación mecánica en relación directa con la severidad de la
obesidad,
-retrasa
la recuperación, agrava el cuadro y empeora el pronóstico del paciente.
A
estas observaciones que se iniciaron durante la pandemia del virus de la
influenza A (IAV)
H1N1 en 2009, se agrega
en la actualidad que las personas con
obesidad que contraen COVID-19 presentan:
-mayor
dificultad para intubar y para obtener imágenes de diagnóstico fiables
-disminución
del volumen de reserva espiratoria y de la capacidad funcional del sistema
respiratorio: en personas con obesidad abdominal, la función pulmonar se ve aún
más comprometida si se encuentran acostados boca arriba por una disminución de
los movimientos del diafragma, situación que dificulta la ventilación.
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