El hambre en
América Latina y el Caribe está en su punto más alto en 20 años. Y la
inseguridad alimentaria afecta a 4 de cada 10 personas. Esas son solo dos de
las señales de alerta que entrega un nuevo informe de cinco agencias de las
Naciones Unidas.
El
Panorama regional de seguridad alimentaria y nutricional muestra una situación
muy grave: 60 millones padecen hambre, 267 millones de personas padecen
inseguridad alimentaria moderada o grave y 106 millones viven con obesidad.
Sin duda, la pandemia de
COVID-19 es en parte responsable del deterioro de la seguridad alimentaria en
los países: en el año 2020, el número de personas que padecen hambre en la
región aumentó en 30 por ciento, un salto nunca visto.
Además,
debido al aumento de la pobreza, la caída en los ingresos, la inflación y el
alza en los precios de los alimentos, millones de familias están teniendo que
optar por dietas más pobres y comida menos nutritiva, lo que está repercutiendo
gravemente en su seguridad alimentaria y en su calidad de vida.
Pero
si bien es indudable que la pandemia ha tenido un efecto, el hambre en la
región viene creciendo desde hace años: el número de personas con hambre
aumentó en 79% desde 2014, un incremento de 26,5 millones de personas.
América
Latina y el Caribe continúan siendo la región del mundo donde sale más caro
comer sano: con eso, no debe sorprendernos que 1 de cada cuatro adultos viva
con obesidad, y que el sobrepeso infantil lleve dos décadas al alza.
¿Cómo salir de esta
dinámica? Sin duda, una parte fundamental de la solución es incluir la
seguridad alimentaria como un objetivo importante de las estrategias y
políticas con que los países buscarán la recuperación de la crisis social y
económica generada por la pandemia.
La
lucha por la seguridad alimentaria requiere más empleos y mayores ingresos
laborales, especialmente para los sectores más vulnerables. Como la
recuperación de la pandemia será desigual entre países y grupos sociales,
debemos mantener y fortalecer los programas de seguridad y asistencia social
creados durante la pandemia, con un fuerte foco en las familias más pobres y en
todos aquellos trabajadores informales que durante largos meses perdieron sus
fuentes de ingreso, hasta que dichos hogares recuperen sus niveles de ingresos
anteriores a la crisis sanitaria.
La recuperación va a
requerir inversión pública y privada dirigida a resolver las debilidades
estructurales que fueron desnudadas por la pandemia, ya que esta no será la
última vez que debamos enfrentar desafíos similares: los mercados mayoristas
deben ser resilientes a este tipo de impactos, y la agricultura familiar,
las personas que trabajan de forma asalariada en la agricultura y en la
agroindustria debe contar con seguridad social.
Necesitamos
fortalecer los mercados locales, tanto en el campo como
en los barrios de las ciudades, para poder asegurar canales de distribución de
alimentos sanos y de alta calidad nutricional, incluso en tiempos de gran
crisis y estrés social.
Si
no desarrollamos sistemas agroalimentarios más eficientes, resilientes e
inclusivos, no podremos enfrentar desafíos como el incremento que estamos
observando en los precios internacionales de los alimentos, y la subida en el
costo de insumos agrícolas y fertilizantes.
Estos
son factores globales que escapan del control de los gobiernos nacionales:
afrontarlos requiere invertir y aumentar la eficiencia de nuestros sistemas
alimentarios, para poder traspasar esas eficiencias a productores y
consumidores.
Hemos
visto cómo los gobiernos se han movilizado para actuar contra la pandemia.
Necesitamos de forma urgente una vacuna contra el hambre y la malnutrición.
Esa
vacuna es la transformación de los sistemas agroalimentarios para volverlos más
eficientes, resilientes, inclusivos y sostenibles, asegurando una mejor
producción, una mejor nutrición y un mejor medio ambiente, para una vida mejor.
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