sábado, 5 de octubre de 2024

CASTILLOS en ARGENTINA: Un poco de historia del castillo del General Pacheco.

 

En 1882 cuando el país ya había tomado su forma, José Felipe y Agustina lo celebraron construyendo un castillo totalmente traído de Francia y una iglesia gótica, que se bendijo en 1886 bajo la advocación de la Concepción de María; posteriormente se agregaron cocheras y en 1908 construyeron las lujosas caballerizas y otros edificios que conformaron un casco de estancia modelo y famoso. Este casco de “El Talar” fue muy frecuentado por la aristocracia y dio trabajo a muchas familias cuyos descendientes hoy viven en su mayoría en esta ciudad de General Pacheco. José Felipe solo gozó de su castillo renacentista francés durante 12 años, pues falleció en 1894.






Su hijo José Agustín Pacheco Anchorena, nieto del General, que en su juventud también siguió la carrera militar, se casó en 1912 con María Elvira Alvear, su sobrina segunda, hija de Carlos Torcuato de Alvear, hermano de Marcelo Torcuato de Alvear.

José Agustín, fue el gran artífice de la estancia “El Talar”; hizo construir un canal de 20 cuadras, que le permitió salir navegando de su embarcadero frente al castillo y llegar por el río de las Conchas (hoy Reconquista) hasta San Fernando, o remontando el río Luján hasta el “Tigre Hotel”, centro de esparcimiento y casino de la época. Además en ese canal hizo construir una esclusa para regular las aguas y distribuir el riego y colocó en él una usina que alimentó de electricidad al Castillo y trajo de Francia un “puente de fierro”, luego llamado “El Taurita”, dado que el viejo puente Pacheco estaba en pésimas condiciones, en el que también cobro peaje; los vecinos pagaban 10 centavos para cruzar el Río de las Conchas.



José Agustín fue un avezado artista; para desarrollar su arte hizo construir un atelier (El Castillito), que estaba comunicado al Castillo por un túnel; allí acompañado por otros artistas de la época, se dedicó a la escultura y llegó a presentarse en el Salón Nacional. Hoy todavía podemos admirar algunas de sus obras, como “El niño esquilador”, antes llamado “La esquila” (cuya réplica se encuentra en la calle Vélez Sársfield y Estanislao del Campo).

Otro de sus amores fue su colección de carruajes y sus “veloces” automóviles, que sobre el tramo de San Fernando a la estancia, ensayaban arriesgadas y polvorientas jornadas; la primera competencia de Turismo de Carretera, entre Retiro y Chile, pasó por la estancia y la ganó uno de los Alvear. En el garage contiguo a las caballerizas, se guardaban en impecable estado, varios coches de las mejores marcas, que eran admirados por todos los amantes de la moderna mecánica automotriz de la época.




Pero José Agustín, no fue feliz en su corto y fracasado matrimonio; cuando su hijo José Carlos Pacheco Alvear, tenia unos pocos años, fue abandonado por María Elvira y huérfano de madre fue criado por sus tías segundas Hortensia y Corina Berdier y por supuesto por su muy amado padre.

José Agustín Pacheco Anchorena, sólo vivió cuarenta y dos años (1879-1921), pero lo hizo tan intensamente y con tanta vitalidad que como vimos se permitió hacer increíbles mejoras en sus propiedades, ser un excelente escultor, participar en la creación de instituciones como el Automóvil Club Argentino, la Sociedad Rural y el Jockey Club, ser un gran esgrimista y deportista, un asiduo concurrente al Teatro Colón y a todo espectáculo de arte, viajar con frecuencia y participar en todo acontecimiento social y cultural de la época.



Según los asombrados comentarios de sus contemporáneos, en esos tiempos “El Castillo” ofrecía el siguiente aspecto: ascendiendo por el parque francés diseñado por monsieur Carlos Thays, la mirada se elevaba para abarcar los tres gallardos pisos renacentistas, rematados por torres en empinadas mansardas, en cuyas estrechas ventanas parecía que hubiesen de asomarse beldades medievales; la entrada para los visitantes era a través de un hall decorado como sala de armas, con sus armaduras y fondos de terciopelo ; en la sala de recibo se apreciaban importantes cuadros de afamados artistas, como Rendir; a continuación otra sala donde estaban los retratos familiares pintados por el famoso retratista Federico Madrazo y Kuntz 


 E
l comedor era de estilo Enrique II , el brillo de la platería y la abundante servidumbre daban claridad al conjunto dignificado por un gobelino del siglo XVI, que representaba a Alejandro Magno en Grecia; en la sala morisca (que merece un párrafo aparte) estaba la mesa de billar y un salón fumoir, donde los señores se apartaban para saborear sus enormes habanos; una espléndida biblioteca acompañada al gabinete de trabajo; y para descanso de sus largas digestiones, los señores en verano podían refrescarse en la sala pompeyana del subsuelo, refrigerada con agua que caía sobre una gruta en la que se encontraba una escultura de un indio guaraní, realizada por José Agustín , contigua a la sala de esgrima.

En los pisos superiores se encontraban los dormitorios, cuartos de vestir y salas de familia; quienes se animaban a subir hasta las mansardas, podían observar desde esa altura el grandioso parque con sus juegos de agua, su puente colgante y la hermosa fuente con sus ninfas.

José Aquiles, dejó como herederos testamentarios a su segunda esposa Patricia Berkier y a sus amigos José Eugenio Peralta Martinez y José Juan Manny Lalor (su primera esposa Marta Mucheo renunció a sus derechos hereditarios). Es así como el célebre casco de la estancia salió de las manos de la familia Pacheco. Sus famosas colecciones de arte, de armas y de carruajes fueron subastadas. Finalmente la propiedad fue vendida a una sociedad de la familia Ganzábal, que tuvo la visión de imaginarse un hermoso country club; el casco palaciego quedó intacto y con la colaboración de uno de los descendientes del primer urbanizador Carlos Thays, reciclaron el magnífico parque y su lago.

Toda la historia está en el subsuelo de lo que fue la estancia El Talar; donde duermen los vestigios de la larga disputa con el indio; al hacer excavaciones para nuevos edificios, aparecen de pronto flechas, fragmentos de arcabuces, trozos de cerámica, quizás del tiempo en que Juan de Garay repartió estas tierras, o de que Ruiz de Ocaña se atrevió a desviar el agua del río para hacer girar la rueda de un molino y los vecinos de Buenos Aires hacían un largo viaje por el Río de las Conchas para reunirse alegremente en sus primeras estancias, servidas por guaraníes que habían bajado del Paraguay con sus canoas y sobre los camalotes que poco a poco fueron formando nuevas islas y sobre los cuales también llegó algún tigre para darle su nombre al antiquísimo Partido.

 

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