**El saber nos hará libres-
La
mentira es una práctica que tradicionalmente la opinión pública relaciona con
la profesión política. Esta postura ampliamente aceptada entre los miembros de
las sociedades democráticas, con independencia de su edad o color político, se
construye sobre una imagen artificial en la que habitualmente pensamos que la
política en general y los dirigentes políticos en particular eran más sinceros
y francos en el pasado, mientras que los candidatos políticos de las actuales
democracias representativas aparecen como mentirosos compulsivos.
Esta
idea ha llegado a extenderse en España especialmente conforme los nuevos
partidos surgidos en la última década han hablado de la “vieja” y la “nueva
política”. Sin embargo, y tras observar la evolución de fuerzas políticas como
Ciudadanos, Unidas Podemos y Vox, es un argumento y una comparación susceptible
de ser discutida.
Por
tanto, este tipo de valoraciones moralistas sobre la política de tiempos
anteriores frente al presente suelen estar erradas. Existe una larga tradición
del pensamiento político que acepta positivamente que los políticos mientan a
los gobernados. Por suerte, actualmente la mentira del político puede ser
penalizada por sus votantes.
La
mentira, la ocultación de información, la tergiversación y el secretismo han
estado presentes en la vida pública de cualquier sociedad humana organizada en
cualquier época. Desde el imperio griego y romano hasta la Edad Media europea,
pasando por las primeras dinastías chinas, la ausencia de veracidad ha
acompañado a las élites políticas. Para explicar más adecuadamente esto, vamos
a hacer un breve recorrido a través del pensamiento político para comprender
qué se ha dicho acerca de la mentira a lo largo de la Historia.
El monopolio de la verdad
La
política antigua y medieval estuvo dominada por una consideración positiva de
la mentira heredada de Platón. El filósofo ateniense sostiene que sólo pueden
ser gobernantes aquellos seres humanos que estén inclinados por su naturaleza
al desempeño intelectual. Estos candidatos a gobernantes debían adquirir el
grado de filósofo-rey tras un largo proceso formativo.
Los gobernantes aptos eran aquellos que
consiguieron alcanzar a comprender la idea del bien supremo. El elitismo
intelectual platónico de La República establece
una frontera entre los versados y los ignorantes –en mayor o menor grado– e
introduce un paternalismo autoritario que dicta que aquellos que mantienen el
monopolio del conocimiento de la verdad deben guiar a la masa.
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En
ese sentido, es recomendable que el gobernante alabe la gloria como la mayor
recompensa de los guardianes de la ciudad, que se eduque a los campesinos en
unos contenidos intelectualmente pobres y que se censure a aquellos artistas
cuyas obran atenten contra la labor de los filósofos.
Ahora
bien, la mentira es un instrumento que Platón sólo acepta que sea empleado por
los políticos hacia los súbditos, pero se considera un crimen si esa
manipulación procede desde los gobernados hacia sus superiores. Así, sostiene lo siguiente:
“Una mentira es útil solo como
medicina para el hombre y el uso de estas mentiras debe reservarse sólo a los
médicos”.
Aquí,
encontramos una diferenciación entre la mentira institucional de los dirigentes
y la falta a la verdad por parte del populacho, respectivamente. Es en esa
mentira oficial donde se centra el interés de este texto y cuya aceptación
final reside en que la manipulación oficial realizada a través de las
autoridades es la única forma de hacer posible que las personas actúen conforme
a la verdad.
En
síntesis, los seres humanos de un orden superior están autorizados moralmente a
guiar a los inferiores mediante el empleo de la mentira.
Mentir por el bien del país
Situándonos en la cultura europea occidental,
Maquiavelo tiene una visión pesimista del ser humano como una criatura débil y
malévola. Por eso, el autor italiano en El Príncipe recomienda la mentira, el fingimiento y
las falsas promesas como un instrumento político:
Siguiendo
esta lógica, Maquiavelo afirma que el gobernante debe tener la astucia del
zorro para hacer frente a las distintas adversidades que pueden surgir en la
vida pública.
Especialmente,
sostiene que cuando la masa acepta la veracidad de la mentira del poder no es
necesario recurrir a la violencia ni al enfrentamiento directo entre
gobernantes y gobernados. Paradójicamente a lo que pudiera parecer, el pensador
italiano recomienda no engañar, ni ocultar información a los colaboradores que
están más interesados en el bien del príncipe y
de su gobierno.
En
este último caso, mentir a los ministros de mayor lealtad supone un autoengaño
para el propio príncipe. Por tanto, la lección que transmite es que en la
política existe una mentira aceptable que es aquella que garantiza la
perpetuación del poder del gobernante, mientras que existe una mentira que es
inaceptable que es aquella que puede establecerse entre el dirigente y sus
consejeros de mayor confianza.
Esta
sutil diferencia establece que está aceptada la mentira institucional o la
mentira oficial frente a otra mentira que puede llegar a ser dañina para el
propio gobernante. Giucciardini, que fue coetáneo de Maquiavelo, establece que
cualquier acción política que vaya dirigida al mantenimiento del gobierno de un
país debe quedar libre de una valoración moral, dando lugar a la llamada “razón de Estado”.
Por
tanto, los pensadores renacentistas defendieron que la verdad en política sólo
puede ser albergada en los estrechos pasillos de las cortes y que la mentira
oficial era un instrumento al servicio de la comunicación entre los políticos y
la ciudadanía.
Procurar la verdad a través de las acciones de la
política
El
pensador Miguel Catalán, uno de los grandes expertos en esta materia, afirma brillantemente
que la tradición de la “noble mentira” se sitúa en autores elitistas como
Platón, Maquiavelo, Voltaire, Leo Strauss y Carl Schmitt.
Con
independencia de la época y la razón, existen cientos de páginas sobre la
aceptación de la mentira en la vida pública y esto no debería de sorprendernos
en la actualidad. Ahora bien, debemos situar la práctica de la mentira en
nuestras sociedades contemporáneas en el contexto de democracias
representativas. Para explicar esto debemos fijarnos en las ideas de Manin en
torno a la democracia de audiencias y de Goffman y Bourdieu sobre la
dramatización de la vida pública.
Como
dice Bernard Manin, vivimos en democracias de público desde la mitad del siglo
XX. Estas democracias se caracterizan porque los partidos políticos son
industrias o marcas que confeccionan un producto que son los candidatos
políticos y que son consumidos por los votantes.
Este
consumo dependerá principalmente de la comunicación política y la traducción
que los políticos realizan de las diversas demandas de los ciudadanos en
actuaciones y servicios públicos. Por tanto, estos candidatos deben ofrecer una
propuesta de temas, intereses y demandas a satisfacer hacia el gran público. A
partir de eso cada sector de la audiencia se decantará por unos u otros.
Erving
Goffman sostiene que, en general, los seres humanos cuando interactúan en
sociedad son metafóricamente actores que interpretan un papel y que ese papel
es lo que la sociedad espera que hagamos ante determinadas situaciones según la
posición que ocupamos. Interpretamos el papel de hermano, de amigo, de
trabajador, de miembro de un club deportivo y un largo etcétera. En cada una de
estas situaciones nos colocamos una máscara e interpretamos un guión
socialmente establecido y solo cuando nos retiramos por la noche abandonamos
esas máscaras para ser nosotros mismos.
Por
su parte, Pierre Bourdieu complementa esos postulados al decir que nuestra
familia, nuestros amigos y el sistema de educación han sido los responsables de
nuestra formación como actores en sociedad. Los políticos, pero también
cualquier agente colectivo o individual, actúan porque así se les ha enseñado y
a menudo exhiben un elemento de genialidad creativa que es el producto de la
experiencia de su aprendizaje.
Desde
esta visión, no sólo mentirían los políticos, sino que también es algo que
harían frecuentemente los medios de comunicación y los propios ciudadanos al
interpretar distintos papeles en la vida pública (cuando votamos, cuando
discutimos sobre política, cuando leemos la prensa, etc.).
Las razones del engaño político
Por
tanto, el engaño como práctica política en las democracias representativas se
explica por las siguientes razones:
·
Existe una justificación filosófica y
moral del empleo de la mentira en la política que puede variar en su
justificación, pero que es continua en todas las épocas conocidas. Estas
diversas justificaciones están presentes en las mentes de los gobernantes
actualmente.
·
La vida pública actualmente mantiene un
grado de dramatización por parte de los políticos que actúan metafóricamente
como actores en diversos escenarios (instituciones, programas de televisión,
actos políticos, etc.). Existe una práctica de cierto ritualismo avalado por la
omnipresencia de los medios de comunicación.
·
La manipulación y la convicción, en
general, es una práctica aceptada y admitida en las democracias con un alto
grado de desarrollo tecnológico y a través de la implantación de las nuevas
tecnologías para favorecer la decisión electoral de las personas. De hecho, hay
empresas especializadas en ofrecer este tipo de servicios y el propio
conocimiento político, psicológico y neurológico está mostrando un interés en
los últimos años por profundizar en ámbitos como la conducta humana y su
respuesta ante determinados estímulos. Hablamos aquí de las distintas
aportaciones que se realizan desde las neurociencias.
Ante
la clásica afirmación de que los políticos siempre mienten, lo paradójico en
las democracias representativas es que si el ciudadano se siente engañado por
el político que ha votado al no sentir satisfechas sus demandas, puede optar
por votar a otro. Esto introduce un elemento de obligación ante el candidato
político que debe procurar que aquello que dijo o prometió debe corresponderse
con aquello que hizo o hará.
Por
lo tanto, aunque los políticos no siempre digan la verdad, deben esforzarse por
cumplir las promesas contenidas en su programa electoral y garantizar cierta
verosimilitud entre sus palabras y sus acciones.
El
juicio sobre si lo que un político dijo es verdad o es mentira queda en manos
de los electores. Si los electores consideran que mintió, se tratará de una
mentira ilegítima y que, al no ser aceptada por los votantes, puede suponer el
final de la vida pública de un político. Aunque los políticos pueden mentir, la
ciudadanía tiene la posibilidad de castigarles electoralmente si se siente
engañada o defraudada.
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