Nada nos hace sentir tan humanos como las emociones. Tan humanos y tan dependientes. Cuando un sentimiento poderoso nos invade ocupa casi todo el espacio de nuestra mente y consume buena parte de nuestro tiempo. Si ese sentimiento es indeseable, sólo hay una forma rápida de eliminarlo, de sacarlo de nuestra mente: otra emoción, otro sentimiento más fuerte, incompatible con el que queremos desterrar. Basta darnos cuenta de cómo cambia instantáneamente nuestro mal humor y agresividad hacia esa persona que se nos cruza y nos hace caer al suelo cuando descubrimos que es un ciego.
Llegamos incluso a sentirnos avergonzados de nuestro enfado
precedente. Pero lo que cambia al saber lo que pasaba no es el susto que ese
invidente nos había dado, sino nuestro modo de considerarlo. La simple razón
—¡tranquilo hombre, no pasó nada!— no tiene la capacidad de una nueva emoción
incompatible con nuestro actual sentimiento para cambiar casi instantáneamente
el modo en que vemos las cosas. Con el paso del tiempo hasta los sentimientos
más fuertes se desvanecen, pero a corto y medio plazo en la mayoría de las
ocasiones de la vida sólo las propias emociones tienen capacidad para superarse
a sí mismas. O ¿acaso la mejor forma de superar una crisis amorosa no es
suscitar un nuevo romance?
Ciertamente, los sentimientos tienen más fuerza de la que
podemos imaginar y determinan la mayor parte de nuestra conducta. Elegimos a la
pareja de la que nos enamoramos, aunque no nos convenga. Nos empecinamos en
nuestras opiniones y apuestas incluso cuando sabemos que no están justificadas.
Criticamos el juego
deportivo, el proyecto o la idea del rival, aunque sean estupendos. Votamos a
quien nos cae bien, aunque no sea el mejor candidato en lid. Podemos ser
incapaces de salvar la vida de una persona enferma negando la cesión del órgano
del ser querido que acaba de fallecer, aunque sabemos que ese órgano en pocos
días no será otra cosa que polvo inútil. Podemos llegar a sufrir, a odiar o a
amar con intensidad inimaginable. Las emociones influyen en nuestras reacciones
espontáneas, en nuestro modo de pensar, en nuestros recuerdos, en las
decisiones que tomamos, en cómo planificamos el futuro, en nuestra comunicación
con los demás y en nuestro modo de comportarnos.
Son críticas para establecer el sistema de valores, las
convicciones y los prejuicios que guían nuestra conducta y determinan también
nuestro comportamiento ético. Resulta, en fin, imposible separar el bienestar
del estado emocional de las personas.
Pero entonces, ¿para qué sirve la razón? Con frecuencia la
enfrentamos con los sentimientos y aunque a veces admitimos que no hay nada tan
poderoso como estos últimos, solemos enfatizar el valor de la primera.
Conferimos superioridad a la razón porque creemos que imponerla sobre los
sentimientos es un síntoma de sentido común, de madurez y de equilibrio
personal. La utilizamos para combatir los sentimientos cuando son indeseables
pero no siempre nos percatamos de que esa misma falta de deseo tiene también mucho
de sentimiento, aunque la justifiquemos con argumentos racionales. Es decir,
muchas veces mentimos y nos engañamos a nosotros mismos al justificar
racionalmente lo que en realidad estamos haciendo por razones emocionales.
¿Significa eso que la razón aunque lo pretenda no
sirve para combatir las emociones indeseables? Ciertamente eso es lo que ocurre
con harta frecuencia en la vida, pero no siempre. Un buen planteamiento
racional puede acabar con un determinado sentimiento aunque es improbable que
lo logre si no consigue crear otro sentimiento más fuerte e incompatible con el
que se quiere eliminar. Esa es la clave, quitamos una emoción poniendo otra más
fuerte en su lugar y es por eso que solemos hablar más de "cambiar"
nuestros sentimientos que de anularlos o abolirlos, como si fuera imposible,
que lo es, vaciar nuestra mente de emociones. No imponemos pues la razón a los
sentimientos sino que utilizamos aquella para cambiar nuestras emociones y la
conducta que de ellas se deriva.
Es por ello, que el mal llamado "equilibrio emocional"
no consiste tanto en victorias o imposiciones racionales, ni en la represión o
el control de las propias emociones, como en el encaje o acoplamiento entre
nuestras emociones y nuestro razonamiento, o sea, en un equilibrio entre
diferentes procesos mentales. Cuando ese equilibrio no existe porque dominan
los sentimientos, el pensamiento racional puede convertirse en una voz de la
conciencia que no nos deja vivir. Sería el caso del enamorado infiel o el de
quien triunfa plagiando o engañando. Ese pudo ser también, tal como sugería un
editorial del diario El País, el motivo principal por el que el Nobel de
literatura alemán Günter Gras decidió hace algún tiempo dar a conocer su
antigua pertenencia a las juventudes de las SS nazis. Por el contrario, cuando
domina la razón, los sentimientos pueden hacer lo propio, castigándonos del
mismo o peor modo. Es el caso de quien elige la carrera profesional o la pareja
sexual que lógica o supuestamente le conviene en lugar de la que verdaderamente
le motiva.
Ocurre que en tales
circunstancias no nos sentimos bien hasta que, dándole vueltas al asunto que
nos ocupa, logramos convencernos a nosotros mismos de que nuestro sentimiento
es aceptable porque tiene una base racional. O hasta que, razonando, generamos
una nueva emoción ajustada a nuestra lógica que suplanta
al sentimiento perturbador e indeseable. De ese
modo, quien sienta remordimiento por haber sido infiel se consolará pensando
que su pareja también pudo serlo en el pasado o que no le quiere lo suficiente,
y quien no gane una elección política podrá recuperarse de su disgusto cuando
descubra que no es el único perdedor o perciba las ventajas de volver a su
habitual y quizá menos problemática profesión. En ambos casos, el resultado
viene a ser que el estado emocional negativo, a veces insoportable, producto del
desequilibrio, pierde fuerza. Pero para que el equilibrio logrado se traduzca
en bienestar es necesario además que los sentimientos finalmente alcanzados
sean positivos, pues los negativos, como la frustración, la envidia o el odio,
aunque sean justificados, pueden ser inevitables, pero rara vez reconfortantes
para quien los experimenta.
No nos engañemos acerca del "razonable"
imperio de la razón. El bienestar psíquico tiene mucho que ver con el logro del
necesario acoplamiento entre la lógica y los sentimientos, entre la emoción y
la razón. Para conseguirlo utilizamos principalmente la razón porque tenemos
sobre ella un control mucho más directo que sobre nuestras emociones. Por así
decirlo, la capacidad de razonar está en buena medida a nuestro alcance, es
nuestra, mientras que la emoción se nos impone, sin que podamos evitarla o
controlarla con facilidad. Es cierto que la razón puede ayudarnos a ver las
cosas de otra manera y regular de ese modo nuestras emociones, y aunque el
esfuerzo de racionalidad pura —¡si lo piensas bien no es para ponerse así!— puede no ser suficiente para
anular los sentimientos indeseados, especialmente cuando son negativos e
intensos, en muchas ocasiones puede servir para moderar, modificar o incluso
impedir las respuestas emocionales inconvenientes. Es decir, para evitar
proferir un insulto o un mal gesto cuando estamos enfadados, o también para
intentar ocultar nuestra expresión de preocupación, o de satisfacción, cuando
no nos conviene mostrarla.
La razón, como decimos,
sirve sobre todo para generar nuevas emociones que puedan suplantar los
sentimientos que ya tenemos o también, ciertamente, para potenciarlos al evocar
viejas memorias relacionadas o suscitar argumentos añadidos en una espiral
creciente de autoafirmación emocional. Emoción y razón son procesos mucho más
inseparables de lo que solemos creer. No podemos convertirnos en seres que
anulan o aparcan sus sentimientos. Sólo la inmadurez
cerebral o la enfermedad pueden originar seres o comportamientos puramente
emotivos o puramente racionales y sólo el equilibrio emoción-razón garantiza el
bienestar de las personas.
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