Cuenta la leyenda que el viento peina el ombú que descansa en medio de la llanura interminable de la pampa, en tiempos lejanos, tan lejanos que Dios aún dormía, existía en nuestro país una tribu que habitaba en la zona que hoy conocemos como llanura pampeana.
En la pampa húmeda se siembra maíz, y
este grano que es la alegría del pueblo, se convertía en una
fiesta las épocas de siembra y las de recolección. Durante estos períodos el
pueblo recordaba y celebrara el día que la tribu había sembrado y
recolectado por primera vez.
La vida de la comunidad se desarrolla
alrededor de la plantación. Se turnan para cuidarlas y controlar el estado de
la tierra, cuán húmeda está, si alguna maleza está invadiendo el maíz y cosas
por el estilo. Pero lo que más buscan es ver alguna plantita nueva.
El que la encuentra, cualquier día
cuando el sol está en la mitad del cielo, tendrá que prepararse para un día de
cosas buenas. La gente se duerme pensando en el maíz, sueña con el sembradío y
se levanta para servirle.
La única cosa que pudo siempre
distraerlos del maíz fue la guerra. Y la guerra llegó. Vino un día, como todas
las guerras, a robarse las plantas, a los hombres y a la vida. Los sembradíos
quedaban desiertos cuando pasaba una turba sobre ellos, los hombres corrían a
vengarse, castigar y morir. Las mujeres se quedaban a cuidar la casa, la
toldería y a los niños. En una ocasión cuando los hombres se disponían a
partir, el jefe viendo que solo una parcela de maíz había sobrevivido al malón,
se volvió hacia su mujer y le dijo:
-Ombí, cuida del maíz. Tu serás
la jefa, tu quedas a cargo.
Ombí asintió silenciosa con la cabeza.
La solemnidad de la responsabilidad otorgada pesaba mucho en la lengua. Además,
no es mujer de muchas palabras y su marido entendió que no hacía falta decir
nada y que su mujer había jurado su vida a ese pequeño pedazo de tierra que
albergaba al maíz.
Ombí no es muy demostrativa y le
gustaría tener más gestos cariñosos con su familia, pero no puede. Esto la pone
muy triste porque no se da cuenta de que ellos saben que sus sentimientos son
profundos y llenos de bondad, no se da cuenta de que sus gestos dejan una
estela de palabras sordas que los abraza con un amor suyo tan
característico que nunca podrían dudar de su sentimiento.
Y algo de eso tiene la tarea que le
encomendó el esposo. El maíz es el alimento del pueblo, es amor a la tribu,
amor al otro, para que nunca vuelva a sufrir hambre, para que cuando se acaben
las reservas el maíz no falte, sino que esté listo para crear una reserva
nueva. Es por esto que Ombí se tomó tan en serio la tarea de cuidar la
plantita.
Pasaba día y noche junto al sembradío
observando como las plantas iban creciendo y se multiplicaban, pero las lluvias
comenzaron a escasear y con ellas el agua. Una gran sequía asoló a la región,
pero las plantas resistían gracias a los cuidados de Ombí. El sol laceraba la
fibra de las hojas, de a poco las varas empiezan a caer y se queman bajo los
rayos. La plantación entera sucumbe ante el terrorismo despótico del astro rey.
Queda una sola vara verde, una sola planta que Ombí cuidará con todo su cuerpo,
con su vida.
La indígena es obstinada y su plan
consiste en quedarse junto a la vara para protegerla de los látigos del sol.
Sus vecinos la buscan, le insisten en que descanse, pero ella no abandona su
lugar. La refresca con su aliento, usa su ración de agua para regarla, y hasta
le habla. Se hacen amigas, le cuenta a la planta cosas que jamás ha hablado con
nadie. Le cuenta de su infancia, de las cosas que soñaba cuando era chica y las
que todavía se atreve a soñar. También le habla de la función que ella, la
planta, cumple, y la necesidad que la tribu tiene de que ella siga creciendo
fuerte y sana. Con ella se desahoga cuando la angustia de no tener noticias de
su marido la invade.
Se agranda el alma de Ombí en la medida
que la planta va creciendo. Cuando el viento fuerte llega y amenaza la tarea de
la esposa del jefe, ella cava un pozo en donde enterrará sus pies y los
enraizará para que no pueda moverla de su sitio junto a la planta de maíz. El
tiempo pasa, y cuando los hombres de la tribu vuelven la encuentran así,
agigantada, con forma de árbol. Su cabello se ha vuelto verde y se enmarañó en
sus propias ramas que son miles de brazos que le crecieron a su alma mientras
se ensanchaba para proteger al maíz del sol. Sigue sin decir una palabra pero
su gesto de amparo inconfundible se materializó en tronco ancho y pacífico con
lugar para todos los que necesiten refugio.
Al momento de la cosecha, cuando ya
había un precioso maizal crecido, el jefe regresó. No le importó la
metamorfosis de su amada, pero nunca dejó de ir durante las tardes a sentarse a
su vera y llorarla. Le dice cosas que antes no podía decirle, le dice que la
ama y le agradece el sacrificio, se deshace en palabras y lágrimas discretas.
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