El Jacarandá es un hermoso y emblemático árbol
de origen americano. Los primeros llegaron a nuestra ciudad en la época
fundacional, y desde entonces fueron cuidados y renovados por las diferentes
gestiones municipales. Incluso suele decirse que el Jacarandá que se encuentra en
la plazoleta de 8 y 43 fue particularmente cuidado por el prestigioso novelista Benito Lynch.
Por su parte, Maria Elena Walsh, quien formó parte de "Ediciones del
Bosque", un cello editorial fundado en La Plata, describe en una de sus
canciones: “La vieja está en la cueva / pero ya saldrá / para ver que bonito nieva
/ del jacarandá”.
Una Leyenda Guaraní
Cuándo los españoles comenzaron a
poblar la provincia de Corrientes, uno de los más distinguidos conquistadores
trajo consigo a su hija. Una bella jovencita de escasos dieciséis años, de tez
blanca, ojos azul-violáceo y negra cabellera. Se instalaron en una zona no muy
retirada de la ciudad de las Siete Corrientes, en una reducción donde los
jesuitas cumplían su misión evangelizadora y civilizadora, enseñando no sólo el
amor a Cristo sino también el cultivo de la tierra.
Entre los jóvenes de esa reducción se distinguía Mbareté, un mocetón
veinteañero, alto y fornido, que trabajaba la tierra con tesón; como queriendo
arrancar de sus entrañas toda su riqueza y sus secretos.
Una tarde en que Pilar - la joven
española - salió a caminar en compañía de una doncella que la servía, vio a
Mbareté y fue verlo y prendarse de su apostura. El indio también la observó con disimulo al principio, con
desenfado después, y admiró su blanca piel, su negro cabello y el color de sus
ojos. El encuentro fue fugaz. Tan sólo intercambiaron una mirada. Pero Mbareté
la siguió con la vista hasta que la joven desapareció entre unos arbustos. El
indio buscó la forma de que el jesuita le asignara tareas cerca de las casas y,
en silencio, hurgaba por cuanta abertura había, para poder ubicar a la
joven.
Pilar, entre tanto, no podía borrar de su retina la imagen del joven aborigen.
No podía olvidar lo hermoso que le pareció con su torso desnudo, cubierto de
gotas de sudor que le parecían chispas del Sol que se le pegaban al cuerpo, al
estar realizando su rudo trabajo.
No pasó mucho tiempo, y un día Pilar
y Mbareté se encontraron. Esta vez las miradas fueron largas y profundas. Tan
profundas que - sin palabras - se adentraron en el espíritu de ambos,
mutuamente.
Mbareté pidió ál sacerdote que los instruía que le enseñara el castellano.
Aprendió rápido todas aquellas palabras que le sirvieran para expresarle a
Pilar que la amaba desde el primer día en que se conocieron. Buscó la forma de
encontrarla a solas y poder hablarle.
Esa oportunidad la tuvo el día en que halló a la joven rodeada de indiecitos a
quienes les enseñaba el catecismo. El joven se acercó al grupo y sin musitar
palabra permaneció observándola hasta que los niños se fueron. Entonces,
Mbareté caminó junto a ella y, ante su asombro, le habló en español
-balbuceante, al principio - para confesarle su amor. Pilar se ruborizó, se
sintió confundida, quiso ocultar sus sentimientos, pero sus hermosos ojos
azules y su cálida sonrisa la traicionaron y el joven pudo comprobar que era
correspondido.
A la mañana siguiente, el caballero
español buscó infructuosamente a su hija. Hizo averiguaciones y alguien de la
reducción le comentó que la habían visto frecuentemente en compañía de Mbareté
y que éste también había desaparecido.
Furioso, el padre convenció a varios compañeros para que lo ayudaran a
encontrar a la pareja, y fuertemente armados, comenzaron la búsqueda. Pasaron
varios días hasta que descubrieron la choza junto al río. Sigilosamente tomaron
posiciones para observar a sus moradores. Así vieron llegar a Mbareté en su
canoa con el producto de su pesca, y vieron también salir a Pilar para
recibirlo.
El padre de la joven no resistió la
visión de la tierna escena de los amantes abrazados. Salió de su escondite
gritando el nombre de su hija y apuntando con su arma al Mbareté. La joven vio
el fuego del odio en los ojos de su padre y comprendió lo que cruzaba por su
mente. Trató de evitarlo; de explicarle su actitud, pero el español siguió
avanzando con el dedo en el disparador. Pilar se interpuso entre los dos
hombres en el preciso instante en que la carga fue lanzada y cayó con el pecho
teñido de rojo, fulminada por su propio padre. Al ver esto, Mba-reté quedó
atónito, tieso, sin atinar a defenderse. Fue entonces cuando otro disparo le
dio en plena frente y el joven se desplomó sobre el cuerpo de su amada.
El padre, dolorido e indignado, no se acercó siquiera a los cuerpos yacentes e
instó a sus compañeros a volver a la reducción. Esa noche, la imagen de su hija
no pudo apartarse de su mente, y con las primeras luces del alba, inició el
camino hacia el lugar donde tan tristemente terminara ese amor tan grande que
motivó que los jóvenes se olvidaran de sus diferencias de origen.
Cuando llegó a la choza, el español no halló restos de la tragedia. Y en
el lugar donde la tarde anterior yaciera la pareja - sin que existiera ningún
rastro de la sangre allí derramada - se erguía un hermoso árbol de tronco
fuerte, cubierto de flores violáceas que se mecían suavemente con la
brisa.
El hombre tardó en comprender que Dios había
sentido misericordia de los enamorados y había convertido a Mbareté en ese
árbol, y que los ojos de su hija lo miraban desde todas y cada una de las
violácea azules flores del jacarandá.



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