El consumo y la publicidad, presentes en todos los aspectos
de la vida social, pasaron a ser las tropas dominantes en el capitalismo
actual, constituyendo un dispositivo de sugestión que produce una subjetividad
determinada. La publicidad está dotada de un poder que hechiza, somete,
determina identificaciones, valores y elecciones.
El acento puesto en el consumo aparenta ampliar las
libertades individuales pero, en realidad, advertimos que se trata de
elecciones condicionadas por el marketing, una disciplina dedicada al análisis
del mercado y los comportamientos de los consumidores con el objetivo de
optimizar las ventas. La rápida expansión de los medios de comunicación sembró
el terreno para la infiltración del marketing en casi todos los aspectos de la
cultura.
Las técnicas de venta que se mostraban exitosas en el terreno
comercial, a fines del siglo XX comenzaron a aplicarse a la actividad política
para construir consensos, convencer, conseguir votantes, imponer valores,
hábitos, etc. El marketing permite posicionar una marca, un producto, una idea
o un candidato. Sus principales soportes los constituyen el diseño de la imagen
y la comunicación de los medios masivos.
A través de éstos últimos, el mercado instala opinión pública
y busca lograr un consenso que no es otra cosa que un sistema de
identificaciones y de uniformidad propio de la psicología de las masas, un
orden homogéneo que va en contra de la política. A partir de Freud y Lacan
sabemos que las demandas no son necesidades naturales, básicas ni biológicas,
sino construcciones discursivas. La mercadotecnia impone demandas que aparecen
como una elección libre del ciudadano.
Pero la democracia no puede definirse por el
sentido común o el consenso de una masa de autómatas “regulada” por el mercado
y el consumo. La democracia debe construirse con la política, esto es, el
conflicto, la pluralidad, el debate, los antagonismos, no desde la uniformidad
generada por los medios de comunicación. Cuando los ricos y los pobres dicen lo
mismo, por ejemplo “quiero un cambio”, y votan lo mismo, la igualdad y la
libertad son ilusorias, lo político se debilita, triunfa el marketing y se
escoge por la imagen publicitaria mejor diseñada. A partir de esta situación,
cabe formularse la pregunta sobre si es posible la relación entre cultura de
masas y democracia.
La política democrática, en contraposición al
dispositivo del marketing que instala demandas, parte del supuesto de igualdad
como principio y condición, pero ella no debe concebirse como uniformidad o
efecto de la identificación. Las demandas en democracia, entendidas como una
acción en la que se inscribe simbólicamente una falta, un pedido a las
instituciones, no pueden consistir en una manipulación de la subjetividad.
Las demandas instaladas por el marketing implican una
producción calculada de subjetividad, cuyo objetivo es que el ciudadano
“compre” el mensaje construido por los expertos en marketing. Se trata de un
dispositivo planificado de sugestión y manipulación, montado con la utilización
de técnicas de venta. A veces el mercado se pone el disfraz de la política, lo
que lleva a que el accionar de los ciudadanos permanezca indiferenciado entre
la libertad de elección y la sugestión.
En este caso se adquiere una marca, una identificación y una
pertenencia imaginaria a un determinado universo de significación, sin
advertirse que tras ello hay un proyecto político y económico.
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