Cuando hablamos del ser humano o directamente
del humano, nos referimos a nuestra especie: el Homo
sapiens (del latín “hombre sabio”), perteneciente al orden de
los primates y a la familia de los homínidos, creadores de la civilización
que hoy en día domina y transforma el planeta
Tierra.
La evidencia más antigua de actividad de los seres humanos en
el planeta data de 315.000 años, y se encuentra en Marruecos. En ese momento,
la nuestra era apenas una especie entre varias del género Homo,
sumamente diversificado y cuyas otras especies ya se han extinguido.
Después de la desaparición del Homo neardentalis (el
“hombre del neardental”) hace 28.000 años y del Homo floresiensis (el
“hombre de las flores” o Hobbit) hace aproximadamente 13.000
años, somos la única especie del género que perdura.
El ser humano se distingue en base a sus rasgos corporales
(bípedo, con articulaciones superiores útiles, capaz de andar erguido y de
pelaje escaso), pero también a su capacidad de inventiva e inteligencia,
la cual lo distingue del resto de los animales superiores.
En particular su capacidad para el lenguaje articulado,
para el pensamiento complejo y abstracto, y para la
transformación del medio que lo circunda.
Sin embargo, los seres humanos nos hemos definido a
nosotros mismos filosóficamente de maneras muy distintas a lo largo de
nuestra historia, a
medida que hemos creado y demolido religiones,
órdenes sociales e interpretaciones del mundo, en búsqueda de respuesta a
nuestras interrogantes esenciales sobre el origen y sentido de la existencia,
o el destino final de la misma.
En algunos contextos se empleaba el término “hombre”
como sinónimo de ser humano, pero dicha utilización se desestima debido a
su ambigüedad, ya que designa también a los individuos adultos del sexo
masculino.
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