LECTURA para el fin de SEMANA: Su pintura excesiva fue objeto de polémica, y a la
vez su enorme talento e innovaciones han ejercido una influencia extraordinaria
en los siglos siguientes.
Johanna Schopenhauer, madre del filósofo y amiga de Goethe, recordaba con sincero
horror en sus memorias la impresión que le causó El
Juicio Final, de Rubens. “Llena de terror, apenas podía
soportar su vista ni tampoco apartar la mirada de él”. Su gusto de alemana
protestante y neoclásica no estaba para barroquismos, ni podía tolerar las
posturas retorcidas, entre desesperadas y voluptuosas, de los condenados al
infierno, que se precipitaban desnudos al abismo.
Esa mezcla
característica de disgusto y fascinación, de inventiva y exceso, lejos de
acabar con su fama, hizo de Rubens uno de los artistas más imitados
de Occidente. Su influencia, no siempre reconocida, se ha
dejado sentir en el arte a lo largo de cuatro siglos. Brillante, prolífico,
narrativo, espectacular sin complejos, el flamenco abordó todos los temas
imaginables, pero sobresalió especialmente en tres: la violencia, el erotismo y
el poder.
Como si de un cineasta o de un realizador de televisión avant-la-lettre se tratara, Rubens pulsó las mismas teclas que aún
mueven y conmueven a espectadores de todo el mundo. Van
Dyck, Rembrandt, Constable, Géricault, Fragonard, David, Goya, Manet, Renoir, Cézanne, Klimt, Morisot, Picasso... Son incontables los artistas que
se inspiraron en su técnica o que tomaron como punto de partida alguna de sus composiciones.
Delacroix fue,
quizá, su discípulo tardío más aplicado. Entre dibujos y óleos, hizo unas ciento treinta copias de obras de
Rubens, partiendo de grabados o de las
colecciones del Louvre. En la Exposición Universal de 1855 trató de impresionar
al respetable con La caza del león,
directamente inspirada en La caza del
tigre, el león y el leopard o,
pintada por Rubens hacia 1617 con la esperanza de venderla a algún rico
aficionado a la caza mayor.
El cuadro de
Rubens era un prodigio de movimiento y anatomía animal, y a la vez un
inteligente pastiche, en el que el flamenco supo amortizar motivos y figuras ya
ensayados en otras piezas. Es asombroso cómo hizo cobrar vida a los felinos, teniendo en cuenta que su fuente más directa de inspiración fueron
unos cachorros disecados. Delacroix, a pesar de su admiración, consideraba que
la composición de Rubens resultaba demasiado enmarañada, que protagonistas y
secundarios se entremezclaban sin orden y sin que el espectador supiera dónde
centrar la vista.
Tampoco es
que la versión de Delacroix satisficiese al público del siglo XIX. Tanto el
tema como los colores le parecieron demasiado agresivos. Tal vez por ello,
cuando un marchante le encargó una adaptación más pequeña, Delacroix simplificó la composición, redujo el número de personajes y oscureció la paleta de color.
Admiradores a su pesar
Durante su
vida, Rubens disfrutó de fama y honores en abundancia. Varias casas reales se
disputaron sus servicios artísticos y diplomáticos, Felipe
IV de España le otorgó carta de nobleza y Carlos I de
Inglaterra lo nombró caballero. Bonaparte también apreció su obra: tras saquear numerosas iglesias en los Países Bajos, el general agrupó
muchas de sus pinturas religiosas en el Louvre, destinado a ser, según sus
planes, un museo “universal”.
A menudo, su flexibilidad y versatilidad se
interpretan como complicidad excesiva con el poder
Otras dieron
la vuelta al mundo en forma de grabados, usados por los misioneros en sus
tareas evangelizadoras, y dejaron sentir su influencia en altares de México,
Perú, Quebec y Filipinas. Charles Baudelaire comparó su paleta con una traca de
fuegos artificiales. Pero no todo fueron
alabanzas. A Rubens se le ha criticado su artificiosidad, su frialdad y
despersonalización, e incluso la imprecisión de su dibujo. Se le ha llegado a
comparar con Leni
Riefenstahl, la cineasta nazi, por su extraordinaria habilidad para
la propaganda política.
A menudo, su
flexibilidad y versatilidad se interpretan como complicidad excesiva con el
poder; su distancia humorística, como frivolidad; y su manera de expresar
movimiento a través del color, sin delinear contornos, como descuido. Además,
la afición
de Rubens por la alegoría hace que el
significado de algunos de sus cuadros se nos resista hoy en día.
Sus pinturas
están ligadas al espíritu de la Contrarreforma y a un mundo dominado por los
valores, hoy caducos, de la monarquía absoluta. Por todo ello, a partir de la Revolución Francesa,
Rubens se convirtió en un pintor de quien los artistas renegaban, pero del que, a la vez, extraían valiosas lecciones técnicas. Van
Gogh, por ejemplo, lo consideraba hueco y grandilocuente, pero admiraba la
seguridad de su trazo y su economía de recursos.
Renoir en una carta a su marchante Vollard, admite que Rubens le inspiró soluciones eficaces para obtener tonos tenues o simular plateados, pero reconoce su deuda
muy a regañadientes. “Por descontado que las dos veces aproveché la lección,
pero ¿significa eso que estoy bajo la influencia de Rubens?”.
El secreto está en la piel
Si hay un
aspecto del estilo de Rubens capaz de seguir generando debate en el siglo XXI,
sin duda se trata de sus desnudos femeninos, con su aparente exaltación de la
flacidez y de la celulitis , tan alejada de los magros
cánones de belleza actuales. Sus beldades ya causaban desagrado en el siglo
XVIII. El naturalista alemán Georg Forster, por ejemplo, las tilda de “montañas
de carne, indescriptiblemente repulsivas”.
Mucho
más benévolo, el escultor francés Étienne-Maurice Falconet señalaba que, “a
pesar de su apariencia incorrecta y flamenca, siempre seducirán al espectador
por el encanto de su colorido”. Así es. Rubens no se limitaba a escoger modelos rollizas, sino que dotaba a su piel de un brillo perlado y una suavidad
inconfundible, gracias a una técnica particular que consistía en combinar
veladuras y capas de pintura al huevo sobre una imprimación.
Para halagar a la reina sin ofender al rey, Rubens
decide no mojarse y pinta enrevesadas alegorías mitológicas
El
resultado, una sensualidad marca de la casa, que ni siquiera aquellos poco
amantes de las curvas pueden dejar de percibir. El crítico británico John
Ruskin resumió muy bien, ya en el siglo XIX, las contradicciones que han
llevado al público a amar y odiar a Rubens con igual
intensidad. Tras lamentarse de su “falta de seriedad e
incapacidad de verdadera pasión” y alabar el “calibre de su mente”, le dedicó
esta predicción: “Creo que el mundo puede ver otro Tiziano y
otro Rafael, antes de ver otro Rubens”.
El arte de adular al poderoso
En su doble
condición de diplomático y pintor cortesano, Rubens anduvo siempre cerca del poder.
En 1621, Richelieu le encarga una biografía pictórica de la reina madre, María
de Médicis, enemistada con Luis XIII, su hijo. Para halagar a la reina sin
ofender al rey, Rubens decide no mojarse y pinta enrevesadas alegorías
mitológicas, en las que la soberana aparece, por ejemplo, flotando semidesnuda,
ataviada como la diosa Juno.
El
menos extravagante de estos cuadros representa su coronación. Dos siglos más
tarde, el francés Jacques-Louis
David lo tomaría de ejemplo para su Consagración
de Napoleón. Desaparecen los ángeles, el color gana sobriedad y
Napoleón se arroga el papel del papa, pero David acentúa la composición teatral,
el palco VIP y el grupo de damas de blanco.
En cuanto a
los supuestos defectos de Rubens que más críticas han cosechado son la rotundidad
de sus mujeres y lo desdibujado de sus contornos, efecto que
empleaba para crear la ilusión de movimiento. Lejos de sumarse al reproche,
Cézanne incorporó ambos rasgos a Tres
bañistas, que no disimulan su deuda con Las
tres Gracias.
Fuente: redaccionhyv@historiayvida.com.
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