SOCIEDAD Y CULTURA

Revista El Magazín de Merlo, Buenos Aires, Argentina.



sábado, 8 de diciembre de 2018

Hoy paseamos por la misteriosa belleza de los Esteros del Ibera en Argentina.




El segundo humedal más grande de Sudamérica es un inabarcable depósito de agua de origen pluvial, desbordado de plantas y pajonales, que dibuja un grueso tajo en la geografía de Corrientes. En los 53 kilómetros cuadrados que ocupa, la Reserva Natural Esteros del Iberá reúne tal diversidad de vegetación y fauna que resulta un arduo desafío la pretensión de distinguir el origen de cada uno de los múltiples sonidos y los perfumes que la Naturaleza emite hacia las orillas de la laguna Iberá.

La sinfonía de más de 350 especies de aves, mamíferos y ofidios también se escucha con nitidez entre las calles de tierra de Colonia Carlos Pellegrini, a la manera de un agradable murmullo que cambia de voces según el momento del día pero jamás se silencia.

El aire rural y la devoción de los pobladores por las inquietantes creencias, mitos y leyendas heredadas de sus antepasados retrotraen a los visitantes a los lejanos tiempos en que los animales y la flora compartían este territorio frágil con las primeras tribus de la cultura guaraní. La atmósfera agreste, apenas alterada por la mano del hombre, alcanza al mínimo tejido urbano de esta localidad atravesada por una atmósfera de tranquilidad, donde se cuelan porciones del bosque y la selva y los tentáculos del enmarañado nudo en el que corren ríos, riachos, arroyos y lagunas.

Las imágenes imperdibles arrancan con el vuelo ascendente de una bandada de garzas, sigue con un par de ciervos de los pantanos superpuestos con carpinchos y lobitos de río sobre embalsados y vuelve a demandar atención en la laguna, cuyo tapiz sin rugosidades se deshace cada vez que afloran los ojos intimidantes de los yacarés overos y negros. Todavía queda pendiente la aparición en escena del aguará guazú y del renombrado mono carayá, aunque hace rato que los aullidos del jefe del clan salen disparados desde un árbol para marcar su territorio.

Debajo del planeo rasante de un jote se abre un surco entre las flores amarillas y violetas de un camalotal. Un yacaré overo viene abriéndose paso y se detiene al amparo de las hojas bien verdes de un pehuajó, seguido por un yacaré negro, de trompa más prominente. La escena, a la que se incorpora un ciervo de los pantanos protegido por un cardo caraguatá, transcurre sobre el frágil suelo de un islote, sostenido por las raíces de las plantas acuáticas. El fondo del murmullo de las aves y los insectos se intercala con el chillido del angú y el desgarrador grito del chajá.

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