Con la incineración de residuos vegetales, (en el caso del otoño, millones de hojas) -restos de poda, hojarasca,
etcétera- se producen dioxinas y furanos, compuestos químicos clorados que
resultan a partir de procesos involuntarios de combustión,
peligrosos para la salud,
en especial en los niños, no solubles en agua,
pero sí en aceites, lo que hace que se adhieran a tejidos grasos y se
aumenten los riesgos de contraer enfermedades graves, trastornos
hormonales y neurológicos, y debilitan el sistema inmunológico.
Para dar una somera explicación hay que mencionar el Convenio
de Estocolmo, un tratado internacional al que adhirió la Argentina en 2004 por el
que se compromete a reducir la emisión, eliminar la producción y
prohibir el uso de una serie de sustancias a las que denomina contaminantes
orgánicos persistentes (COP).
Una clara síntesis del tema la expone el
ingeniero agrónomo Javier Souza Casadihno, en la publicación Plantas y
Jardines, del Club de Jardinería Maipué, de Cipolletti, Río Negro, que
dice que los COP son muy persistentes y no son fácilmente degradables por
agentes químicos o biológicos, viajan a grandes distancias y se encuentran en
todos lados; arrastrados por el aire o las corrientes marinas pueden
cambiar de un ser vivo a otro y también cambiar de estado, de líquido a sólido
y gaseoso, lo que facilita su arrastre y depósito en alimentos.
Ya eliminado el recurso de quemarlas, no olvidar que las
hojas secas son una valiosa fuente de materia orgánica. Agregándolas
al compost o secas y estrujadas pueden ser un liviano y útil mantillo que
protege el suelo y ayuda a conservarlo húmedo y suelto. Una capa de 5 cm de ese material que cubra
el suelo y rodee los tallos de las plantas, frena el nacimiento de malezas
y mejora las condiciones de cultivo.
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