Semilla
milagrosa, planta del averno, catapulta productiva y económica o, simplemente,
soja. ¿Esa máquina que genera divisas, la misma que puso de pie nuestra
economía y que sacó de las tinieblas al sistema agrícola, es un yuyo malo? Hay
muchas miradas posibles, aunque los ingenieros agrónomos que se especializan en
el boom de esta leguminosa creen que no hay que demonizar a la semilla, sino
que se debe utilizar de manera adecuada.
El
Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y otras entidades privadas
tomaron nota del avance voraz de esta mina de oro verde: en en el ciclo 2002 la
soja ocupaba 12,6 millones de hectáreas, mientras que en los últimos años fue
de 20 millones, casi el 60% de la superficie que la Argentina tiene
disponible para cultivos. Los motivos de este crecimiento son algo conocidos:
hace una década la tonelada de soja valía unos 200 dólares, en la actualidad
oscila entre U$S 400 y 500; se adapta con gran flexibilidad a distintos tipos
de climas y suelos y los productores pueden guardar su producción.
Eso sí, si
se abusa hay consecuencias: la soja extrae del suelo minerales esenciales y no
los repone, es decir, debilita nuestro mejor patrimonio, la tierra. Además,
debido al boom de la soja transgénica el aumento considerable del herbicida
glifosato provocó la reacción de la comunidad ambientalista porque su uso
descontrolado puede ser nocivo para los distintos microorganismos.
Todas
las dependencias del INTA del país buscan desde la vocación por la agronomía
encontrar soluciones para que la agricultura siga siendo rentable sin que
destruya el suelo. Los técnicos coinciden en que la soja tiene un excelente
desarrollo productivo, aunque es mal utilizada.
“La soja no es un demonio, al
contrario, es excelente, pero si te dedicás al monocultivo estamos ante un
serio problema”, dice el ingeniero agrónomo Roberto Casas, que fue director del
Centro de Recursos Naturales del INTA y también del Instituto de Suelos del
mismo organismo y que, en la actualidad, prepara junto a otros 100 ingenieros un
libro que tendrá la información del estado de los suelos del país.
“Históricamente
se utilizaba un sistema mixto en agricultura: se sembraba trigo, maíz, sorgo,
girasol seguido de un período en base a la ganadería. Había rotación. Hoy todo
es soja, la extracción de nutrientes se agudiza y, lo que es más grave, deja
muy poco rastrojo sobre el suelo, que queda muy expuesto a la acción erosiva de
la lluvia y los vientos. Pierde carbono, materia orgánica, envejece. Los
ingenieros sabemos que la
Argentina puede mejorar su techo productivo, pero con otro
mecanismo: hay que utilizar un buen paquete de medidas, como la rotación y la
reposición de nutrientes”, propone Casas.}
Un
estudio realizado por el INTA Casilda, donde se originó el primer ensayo de
soja en 1958, arrojó una cifra alarmante: cada 40.000 toneladas de soja, el suelo
pierde 8.700 toneladas de nutrientes naturales (nitrógeno, fósforo, azufre,
potasio y magnesio), de los cuales sólo se repone el 37% con fertilizantes. El
titular de este organismo santafesino, el Ing. Fernando Martínez, también le
apunta a la mala utilización del terreno: “Hay una explotación del suelo, no un
uso. Explotar es destruir, por eso los técnicos proponemos pasar de la
explotación a la conservación. Y eso se logra con rotación. El problema acá es
histórico: sólo importa la renta. Para tener 4.000 kilos de soja, en la Argentina se gastan 180
dólares por hectárea, en EE.UU. 800 y en Brasil 1.000, es una bendición la soja
para nosotros, pero no invertimos nada. El monocultivo, sea de soja u otra
semilla, nunca es bueno. Hay que tener otros modelos productivos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario