SOCIEDAD Y CULTURA

Revista El Magazín de Merlo, Buenos Aires, Argentina.



domingo, 30 de octubre de 2022

LAS MANOS CREADORAS DE LOS HOMBRES: HOY PASEAREMOS POR EL MONASTERIO DE BATALHA DE PORTUGAL.


 

Es uno de los monumentos que llena el imaginario de los portugueses, no solo por la obra de arte en sí, sino por la exaltación del simbolismo nacional de la independencia después de la decisiva batalla de Aljubarrota, el 14 de agosto de 1385. La promesa del rey se cumplió, el sueño tomó cuerpo en piedra labrada y se elevó a los cielos como una oración.






En los tres años posteriores a la batalla, Juan I de Portugal se encargó de la reorganización y consolidación del reino, hasta que en 1388 dieron comienzo las obras del Real Monasterio de Santa Maria da Vitória, no en el lugar exacto del enfrentamiento, sino a pocos kilómetros de él. El trazado del monasterio se confió al maestro Alfonso Domingues, quien asumió la dirección de las obras entre 1388 y 1402, dejando configurado casi todo el templo –con la excepción de los sectores más altos– y gran parte de la zona de los claustros.




Además del templo, de líneas elegantes y una nave central que impresiona por su altura (32 m), Alfonso Domingues imaginó, según la leyenda, la Sala Capitular, proponiendo la ejecución de una bóveda tan audaz que casi contradice las leyes de la física. Totalmente suspendida según los planos originales, levantó mucha polémica en su momento,




ya que muchos arquitectos dudaron de su apoyo. Alfonso Domingues no vaciló en sus convicciones y, una vez terminada la obra, se empeñó en permanecer sentado en la sala durante varios días, al final de los cuales la tradición garantiza que se dirigió a los presentes y pronunció la frase: «¡La bóveda no se cayó, la bóveda no se caerá!».




Tras la muerte de Alfonso Domingues en 1402, le correspondió al maestro Huguet proseguir la obra hasta 1438, es decir, hasta el final del reinado de Juan I. Huguet completó la remodelación impuesta por el propio Juan I en el proyecto inicial: la Capilla del Fundador, una capilla funeraria con un plano centrado de notable técnica constructiva gótica –tan del gusto de Huguet–, así como la ejecución de las coberturas y el rediseño de la mayoría de los frontispicios.

Otros maestros se sucedieron durante los reinados de Eduardo I, Alfonso V, Juan II, Manuel I y Juan III. Desde el reinado de Juan II, el ritmo de las obras fue disminuyendo hasta llegar a la suspensión casi total. Las llamadas Capillas Imperfectas quedaron así sin terminar. Relegado al olvido, el monasterio fue asaltado durante las Invasiones Francesas y la tumba de Juan II, saqueada. Un incendio destruyó algunos anexos. La decadencia se acentuó a principios del siglo XIX hasta el punto de que los sacerdotes y clérigos abandonaron el lugar. Las primeras iniciativas para restaurar el monasterio empezaron con el espíritu artístico de Fernando II en 1840, pero tuvieron poco alcance.

La memoria, sin embargo, no se agotó y el monasterio es hoy uno de los monumentos más visitados del país. A apenas 4 km, no hay que perderse el Centro de Interpretación de la Batalla de Aljubarrota, al que hay que dedicar unos 50 minutos para descubrir el espacio interactivo que narra los acontecimientos de 1385.

 

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