El segundo humedal más grande de
Sudamérica es un inabarcable depósito de agua de origen pluvial, desbordado de
plantas y pajonales, que dibuja un grueso tajo en la geografía de Corrientes.
En los 53 kilómetros
cuadrados que ocupa, la Reserva Natural Esteros del Iberá reúne
tal diversidad de vegetación y fauna que resulta un arduo desafío la pretensión
de distinguir el origen de cada uno de los múltiples sonidos y los perfumes que
la Naturaleza emite hacia las orillas de la laguna Iberá.
La sinfonía de más de 350 especies de aves, mamíferos y
ofidios también se escucha con nitidez entre las calles de tierra de Colonia
Carlos Pellegrini, a la manera de un agradable murmullo que cambia de voces
según el momento del día pero jamás se silencia.
El aire rural y la devoción de los
pobladores por las inquietantes creencias, mitos y leyendas heredadas de sus
antepasados retrotraen a los visitantes a los lejanos tiempos en que los
animales y la flora compartían este territorio frágil con las primeras tribus
de la cultura guaraní. La atmósfera agreste, apenas alterada por la mano del
hombre, alcanza al mínimo tejido urbano de esta localidad atravesada por una
atmósfera de tranquilidad, donde se cuelan porciones del bosque y la selva y
los tentáculos del enmarañado nudo en el que corren ríos, riachos, arroyos y
lagunas.
Las imágenes imperdibles arrancan con el vuelo
ascendente de una bandada de garzas, sigue con un par de ciervos de los
pantanos superpuestos con carpinchos y lobitos de río sobre embalsados y vuelve
a demandar atención en la laguna, cuyo tapiz sin rugosidades se deshace cada
vez que afloran los ojos intimidantes de los yacarés overos y negros. Todavía
queda pendiente la aparición en escena del aguará guazú y del renombrado mono
carayá, aunque hace rato que los aullidos del jefe del clan salen disparados
desde un árbol para marcar su territorio.
Debajo
del planeo rasante de un jote se abre un surco entre las flores amarillas y
violetas de un camalotal. Un yacaré overo viene abriéndose paso y se detiene al
amparo de las hojas bien verdes de un pehuajó, seguido por un yacaré negro, de
trompa más prominente. La escena, a la que se incorpora un ciervo de los
pantanos protegido por un cardo caraguatá, transcurre sobre el frágil suelo de
un islote, sostenido por las raíces de las plantas acuáticas. El fondo del
murmullo de las aves y los insectos se intercala con el chillido del angú y el
desgarrador grito del chajá.
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