Refutar un mito es engorroso y poco saludable. Las ciudades son su pasado, sus leyendas, sus imposibles, sus exageraciones. Sin embargo, es interesante bajar al desván de la historia para desempolvar versiones ocultas, a pesar de que sean menos románticas que la voz que corrió de boca en boca durante décadas.
Dice el relato popular que Alfonsina Storni había acordado morir junto con el escritor Leopoldo Lugones, amigo íntimo que se envenenó en 1937. Pero a último momento desistió. En octubre de 1938, la escritora, abrumada por una profunda tristeza fruto de la pérdida de un amor, e inspirada por la decisión de su amigo, se dirigió hacia la playa y se internó caminando en el mar hasta que las olas le cortaron la respiración.
La imagen creada es la de una poetisa destruida por la angustia que se dirige a la muerte, vacilante. Probablemente la canción Alfonsina y el mar escrita por Ariel Ramírez y Félix Luna haya colaborado a diseñar esa versión romántica de su suicidio.
El cuadro fue muy distinto. La noche del martes 25 de octubre de 1938 Alfonsina concretó un plan que estaba fraguando hace largos meses. Mediante una intervención quirúrgica, a la que tuvo que someterse en 1935 para combatir un cáncer, le amputaron un seno. A pesar de que la cirugía sirvió para combatir en parte la enfermedad, la poetisa nunca se recuperó de aquella agresión, sentía que su cuerpo había sido mutilado, se reconocía incompleta, lo cual la hundió en una tremenda depresión que la acompañó los últimos años de su vida.
También soportaba dolores agudos que sólo las dosis de morfina que se aplicaba diariamente eran capaz de calmar. Y sufría de neurastenia.
La ciudad elegida para terminar con su vida fue Mar del Plata, aunque ya había intentado suicidarse en el Río de la Plata y en el Tigre. No pudo por cuestiones del azar: una persona que la reconoció y se acercó a hablarle. Acorde al comportamiento de la mayoría de los suicidas, sentada en el escritorio de su habitación escribió una nota temblorosa en tinta roja que decía Me arrojo al mar.
Dos días antes había garabateado su famoso poema Voy a dormir, dedicado a su hijo, para las páginas del diario La Nación. Estos versos sirvieron como carta de despedida. Un dato curioso es que el lunes 24 por la mañana había querido comprar un revolver, pero no se lo vendieron porque, de acuerdo con una reglamentación de la época, las mujeres no podían portar armas de fuego.
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