Una vez más los hechos coyunturales ponen de
relieve los temas imperativos en la agenda de los Estados que no deben ser
olvidados y que exigen una atención sensible permanente.
En las últimas semanas, las noticias sobre el drama
de quienes son obligados a emigrar ocupan un espacio considerable en todos los
medios, pero sin lograr conmover suficientemente a las sociedades y a los
gobiernos.
Desde el año 1949, Argentina tiene un día
consagrado a homenajear a los inmigrantes: el 4 de septiembre. La motivación es
celebrar
la inmigración, con los aportes y beneficios que le dio al país y reafirmar la
convicción Argentina de ser una Nación de puertas abiertas y de
respeto a los inmigrantes, como se señala en el preámbulo de nuestra
Constitución con su invitación “a todos los hombres del mundo que quieran
habitar el suelo argentino”.
Nuestro país, según el último censo, está integrado
por un 4,6 % de inmigrantes (el 73% concentrado territorialmente en la Ciudad y Provincia de
Buenos Aires). En nuestra Ciudad Autónoma de Buenos Aires vive un 15% de
migrantes provenientes de unos 50 países. Estos datos reafirman nuestra
histórica política de inserción, pero demandan más que nunca políticas claras
que posibiliten, favorezcan y ayuden a la integración y desarrollo de los
inmigrantes.
No basta con abrir las puertas si no se
ejecutan programas que permitan cumplir el sueño tan simple y tan fundamental
de todo migrante de tener una vida digna. Es oportuno detenernos
un instante e imaginar los múltiples motivos por los cuales alguien decide
dejar su tierra natal y lanzarse a la aventura de la emigración; en muchos
casos es la guerra, la política, el hambre, las necesidades, pero en otros es
el amor, las ansias de superación, la curiosidad o simplemente la oportunidad.
Sea cual sea la causa, hay una corresponsabilidad de políticas de Estado que
involucran a la sociedad; de abrigar, proteger y no ser indiferente.
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