SOCIEDAD Y CULTURA

Revista El Magazín de Merlo, Buenos Aires, Argentina.



sábado, 4 de agosto de 2018

PARECE UNA FRIVOLIDAD pero NO lo es: Una fría mirada al matrimonio atraves del tiempo.

“El matrimonio tradicional ya no existe”. Efectivamente, esta idea repetida hasta la saciedad está en lo cierto: la unión institucionalizada entre hombre y mujer ha cambiado sensiblemente desde que fuese documentada por primera vez en la Mesopotamia del año 4.000 a.C. En la tablilla donde se dejaba por escrito el pacto entre hombre y mujer aparecían reflejados los derechos y deberes de la esposa, el dinero que obtendría la mujer en caso de ser rechazada y el castigo en caso de infidelidad. El matrimonio ha cambiado, sí, pero hay cosas que se mantienen, y un contrato a tiempo quizá no esté de más.

Los antropólogos se han preguntado a menudo por qué tantas sociedades reproducen una institución semejante. Claude Lévi-Straussrecordaba que los estudiosos sociales del siglo XIX habían mantenido dos teorías, a las que califican de simplistas: o bien se trataba de una estructura social que aparece con el avance de las sociedades, o bien se trata de un fenómeno universal. ¿Por qué se formalizaría por primera vez la relación entre hombre y mujer? Probablemente, como control social de la pareja y con el objetivo de desarrollar un contexto que favoreciese la crianza de niños, y con ella, la conservación de estructuras sociales superiores (familias, grupos social) establecidas alrededor del matrimonio. Pero, rápidamente, este comenzó a transformarse en una herramienta por la cual las élites mantenían el poder. Los vínculos sociales y la expansión de territorios se establecían a través de los matrimonios, que reforzaban alianzas mediante los herederos comunes. 

Te doy a mi hija, me das tus tierras

El interés entre cónyuges y deudos fue el criterio principal para el establecimiento de estas relaciones durante gran parte de la Edad Antigua. Para los sumerios, el matrimonio era ante todo un contrato entre el padre de la novia y el novio por el cual establecían una relación de colaboración. Esparta, como suele ser habitual, tenía unas reglas muy concretas para el matrimonio. La homosexualidad era plenamente aceptada, pero el matrimonio era obligatorio. Pero este no conducía a la convivencia en pareja, sino que la Gran Retra establecía que este sólo podía darse a partir de los 20 años y que el marido debía fecundar a su mujer para, acto seguido, volver a reunirse con los hombres. El objetivo primordial era crear varones fuertes. Plutarco decía a tal respecto que, así, “los hombres evitaban la saciedad y el declive de los sentimientos que entraña una vida en común”.

Los usos del imperio romano eran bastante peculiares. Entre sus opciones de matrimonio destacaba el coemptio, que se podría traducir por “compra recíproca”, y que antecedía el matrimonio moderno. Los dos miembros se hacían regalos, no tenían ninguna imposición paterna y, por lo general, esta relación solía llevarse a cabo por plebeyos. Lo más cercano a nuestras bodas contemporáneas. No son estos los únicos modelos de la cultura occidental, claro está. El pueblo hebreo defendía la poligamia, lo que inspiró a los mormones siglos más tarde. En la Biblia, se dice del Rey Salomón que tenía más de 700 mujeres y 300 concubinas.

Todo cambió con el declive del imperio romano y el consiguiente auge de la Iglesia, que por primera vez impone que el matrimonio es una unión ante Dios, y no ante el hombre, sacralizando lo que hasta entonces había sido civil. La monogamia se impone y se prohíbe la consanguinidad y, debido a que se trata de una relación sancionada por Dios, este es indisoluble, y así será durante siglos (o si no, que se lo digan a Enrique VIII, que tuvo que fundar su propia religión para divorciarse). En 1215, en el Concilio de Letrán, el matrimonio pasa a formar parte de la lista de sacramentos católicos, y el Concilio de Trento señala que no puede existir matrimonio por rapto, una práctica muy frecuente. Durante el siglo XII y XIII, el amor por antonomasia era el amor extramarital; se trataba de una institución demasiado importante como para perderse en vacuos sentimientos.
El amor llega al matrimonio

Daniel Defoe dijo a principios del siglo XVIII que el matrimonio era “prostitución legalizada”, una visión muy acorde con el rol de la mujer por aquel entonces. La ley inglesa desposeía a todas las mujeres (exceptuando a la reina) de sus posesiones cuando contraían matrimonio. No podían poseer tierras ni tenían control sobre sus posesiones, algo que, matizado, ocurriría hasta mediados del siglo XX, cuando las mujeres aún debían pedir permiso de sus maridos para abrir una cuenta bancaria o adquirir un automóvil. Y la dote era una moneda de cambio habitual. 

Todo cambiaría con la Ilustración y el pensamiento positivista, el momento en el que el amor comienza a ser un factor más de la ecuación. El Romanticismo de la primera mitad del siglo XIX y la revolución industrial, que propiciaron la aparición de una amplia clase media, instaurarían por completo el amor como centro del matrimonio. El hombre ya no vivía en el campo, sino en la ciudad, y podía elegir con quién quería pasar su vida gracias al fruto de su trabajo. Es también cuando aparecen los primeros movimientos liderados por mujeres, que reivindican su derecho a decidir, y que cambiarán para siempre la percepción del matrimonio. En 1856, 26.000 mujeres trasladaron una petición al Parlamento británico señalando que “es hora de que se proteja el producto de nuestro trabajo y que al ingresar al matrimonio ya no se pase de la libertad a la condición de esclavos, cuyas ganancias pertenecen a su amo y no a sí mismos”. Era sólo el principio.
Qué ocurrió en el siglo XX

El psicoanalista Sigmund Freud también desacreditó las uniones por interés, a las que pidió se castigaran. Poco a poco, los matrimonios de conveniencia volvieron a ser patrimonio exclusivo de casas reales y alta aristocracia: el amor triunfó. Los divorcios, también. La visión que a partir del siglo XX se conformó sobre el matrimonio difiere bastante de aquella que se mantuvo durante los milenos precedentes y ha venido determinada por dos factores esenciales. Por una parte, la adquisición de los derechos de la mujer, ya en igualdad de condiciones con el hombre; por otra, la desacralización de dicha unión, en sintonía con la progresiva pérdida de peso de las religiones en la vida privada.
Si el siglo XIX fue el siglo del amor, el XX fue el siglo del sexo. Especialmente, de los años sesenta para adelante. Las relaciones sexuales esporádicas dejaron de ser tabú y comenzaron a ser aceptadas (incluso aplaudidas) socialmente, y los métodos anticonceptivos contribuyeron a hacerlo todo más fácil. Finalmente, en los años setenta la legislación de la mayor parte de países occidentales ya podía considerarse como neutral para hombres y mujeres que, si bien desempeñaban roles distintos en la pareja, veían cómo la ley los reconocía de la misma manera. Los divorcios aumentan en un 100% en Estados Unidos entre 1966 y 1979 y se convierten en práctica habitual en Occidente. El horizonte vital del sexo femenino ya no es únicamente ser ama de casa y esposa.
Al matrimonio sólo le faltaba una última frontera por cruzar, la de las relaciones homosexuales. España aprobó los matrimonios gais en julio de 2005; en abril de este año, Francia hizo lo propio, y esta misma semana, el Tribunal Supremo de Estados Unidos declaraba inconstitucional la ley contra el matrimonio homosexual (la llamada DOMA), que defendía que la única unión posible es la que se produce entre un hombre y una mujer. Efectivamente, el matrimonio no es lo que era, pero nunca lo fue.

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