A pesar de su nombre, la piedra
filosofal no era necesariamente una roca, sino una sustancia de naturaleza
indefinida que tendría la capacidad de transformar metales básicos en preciosos
a través de un proceso llamado crisopea o argiropea (cuyo significado en griego
es, respectivamente, “creación de oro” y “creación de plata”).
Esto se conseguía supuestamente fundiendo el metal original y mezclándolo con un fragmento de piedra
filosofal, cuyo contacto lo transformaría en oro o plata. El concepto tiene en su base una cierta lógica científica
inspirada en las reacciones químicas, puesto que mediante la simple observación
se puede ver que ciertas sustancias, al mezclarse con otras, se transforman: un
ejemplo muy simple es la oxidación del hierro. Por supuesto, estas reacciones
no tienen nada que ver con el paso de un elemento a otro, para lo cual habría
que alterar el número de protones de los átomos, pero en aquella época tales
conceptos eran desconocidos.
El reto era “simplemente” hallar la sustancia
capaz de producir oro y plata y a lo largo de los siglos se propusieron muchos ingredientes para la mezcla, a los que se
atribuían propiedades transformadoras. Algunos de los que se mencionan más
frecuentemente son la pirita, un mineral muy común compuesto de hierro y azufre
que al golpearla con ciertos metales desprende chispas; y el ácido tartárico,
que se puede obtener de varias plantas y del mosto de las uvas, y que en
contacto con otras sustancias da como resultado la precipitación de sólidos y
el cambio de color en los líquidos.
Finalmente, en 1980 el científico Glenn T. Seaborg logró mediante un experimento de física nuclear
transmutar plomo en oro, pero el elevado coste del procedimiento y la
minúscula cantidad de oro obtenido hacían inviable cualquier uso comercial; lo
que no resta mérito al hecho de ser la persona que más se ha aproximado a
inventar la piedra filosofal.
EL ELIXIR DE
LA VIDA ETERNA
La búsqueda de la piedra filosofal se
vio impulsada en la Edad Media por dos motivos: las mejoras en las
técnicas de elaboración del cristal y el desarrollo de la química por parte de
los científicos del mundo musulmán, quienes también recuperaron las teorías
de la chyma. A través de la traducción de los antiguos textos
griegos este conocimiento llegó a Europa, donde gozó de gran atención durante
el Renacimiento.
Más que sus supuestos poderes transformadores,
el principal interés que despertaba provenía de tratados de filósofos de la
Grecia clásica que hablaban de una
panacea, es decir, una medicina para todos los males, que se obtenía preparando
una infusión con polvo de piedra filosofal. Algunos la definían incluso como una especie de elixir que
podía alargar la vida, con descripciones tan fantasiosas como que al beberla se
caía la piel, el pelo y las uñas y de debajo de ellos emergía un cuerpo joven y
sano, libre de cualquier achaque o enfermedad que padeciera anteriormente. Los
más aventurados incluso afirmaban que después
de beber el líquido ya no se necesitaba ingerir ningún alimento y el individuo
se volvía inmortal.
A esa época pertenece el que seguramente sea el
alquimista más famoso, Nicolás
Flamel, un escribano y librero parisino que afirmó, entre otras fantasiosas
fanfarronadas, haber descubierto realmente la piedra filosofal y haber logrado
la inmortalidad gracias a ella: si algún ingenuo se lo creyó, debó de quedar
muy decepcionado cuando Flamel murió en 1418. Otro nombre de obligada mención
es el de Paracelso, pseudónimo de Theophrastus Bombast von Hohenheim: en el siglo XVI este médico suizo despojó la alquimia de
parte de su componente mágico y dio un primer paso hacia una aproximación
científica, lo que se considera el nacimiento de la farmacia moderna.



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