**Al parecer ser libertador, honesto y defender
su pueblo, tiene menos valor que las
calumnias de los que tienen el poder, hoy ya nada se puede hacer el mal esta hecho,
debemos ser cautos en estos momentos de la historia ARGENTINA para no tener que
lamentar, ya que no perdonaron ni al Gral. San Martin, con injurias miserables.
Hace unos doscientos años, un 10 de febrero de
1824, el Libertador embarcó hacia Europa, un ostracismo que duraría hasta su
muerte, a pesar de sus diversos intentos de volver al país.
Los
feroces enfrentamientos fratricidas a lo largo y a lo ancho del país, la
certeza de que el gobierno de Buenos Aires, cuyo principal ministro, Bernardino
Rivadavia, era su declarado enemigo, lo sometería a un
tratamiento injusto, y los confiables informes acerca de que su vida corría
peligro, hicieron que luego de su regreso a Mendoza, tras cederle a Simón
Bolívar la gloria de poner fin a la guerra de la
Independencia, demorase su partida hacia la Capital. Allí, víctima de una
dolencia incurable, vivía sus últimos momentos su esposa Remedios de Escalada,
que murió el 3 de agosto de 1823.
Luego de
pedir por carta al gobierno del Perú que se le pagara la pensión anual que se
le había acordado, se dispuso a marchar desde la capital cuyana el 20 de
noviembre de aquel año.
Antes
de partir había recibido, según Manuel Olazábal que fue testigo, una carta del
gobernador de Santa Fe, Estanislao López, en la que lo
alertaba acerca de que a su llegada sería “mandado juzgar por el gobierno por
un consejo de guerra de oficiales por haber desobedecido sus órdenes” cuando se
lo convocó para participar con el Ejército Libertador en la guerra civil. Y le
ofrecía “esperar a usted en el Desmochado para llevarlo en triunfo hasta la
plaza de la Victoria”.
San
Martín se alteró ante el contenido del mensaje y le dijo a Olazábal: “No puedo
creer en tal proceder. Iré, pero iré solo, como he cruzado el Pacífico y como
estoy entre mis mendocinos”. Y agregó: “Pero si la fatalidad así lo quiere, yo
daré por respuesta mi sable, la libertad de un mundo, el Estandarte de Pizarro
y las banderas de los enemigos que ondean en la Catedral, conquistadas con
aquellas armas que no quise teñir en sangre argentina. No, Buenos Aires es la
cuna de la libertad. El pueblo de Buenos Aires hará justicia”.
El 4 de
diciembre de 1823 entraba a la ciudad y contra sus prevenciones y las de sus
amigos, el periódico gubernista El Argos publicó
un breve artículo de bienvenida exaltando la presencia “de un héroe que ha
coronado a la nación de tantos triunfos y laureles. Su alma [decía
seguidamente], más grande que la fortuna, echó en olvido su persona para
acordarse de la nuestra y por un camino erizado de peligros elevó nuestra
reputación y gloria nacional a un grado fuera de los cálculos de la esperanza”.
Sumido
por la tristeza de la reciente pérdida, visitó la tumba de su esposa, dedicó
una austera placa a quien dio el título de “esposa y amiga del general San
Martín”, recibió a algunos de sus antiguos camaradas y aceleró los preparativos
para la partida con su “Infanta mendocina” pese a la hostilidad de la suegra,
Tomasa de la Quintana de Escalada, mujer de mucho carácter, quien quería
retener a su nieta.
San Martín
rechazó las insinuaciones de los que querían volcarlo hacia cada una de las
facciones en pugna, que no desechaban la posibilidad de un enfrentamiento
armado para resolver sus conflictos, y volvió a repetir la frase categórica que
había acuñado en carta a Estanislao López casi cinco años antes: “Hagamos un
esfuerzo de patriotismo, depongamos resentimientos particulares, y concluyamos
nuestra obra con honor […]. Mi sable jamás saldrá de la vaina por opiniones
políticas”.
El
10 de febrero de 1824 el Libertador y Mercedes, de siete años de edad, se
embarcaron en el navío francés Le Bayonnais rumbo al puerto de El Havre.
Tras
dos meses de navegación, el buque llegó a destino. Posiblemente hayan precedido
el arribo de San Martín informes confidenciales acerca de su viaje, pues sus
papeles fueron incautados y prolijamente revisados para serles devueltos días
más tarde. Reinaba Luis XVIII de Borbón, quien
veía transcurrir sus últimos días en un país agitado por los enfrentamientos
entre ultramonárquicos y liberales, que se proyectaban en todos los aspectos de
la vida de la nación. Apenas tuvo sus documentos, el Libertador y Mercedes se
trasladaron el 4 de mayo a Southampton, Gran Bretaña. El general se encontró
con su antiguo camarada lord James Mac Duff, conde de Fife, quien lo introdujo
en la alta sociedad. Era, dijo de San Martín, el gran promotor de la libertad
americana y por sus costumbres y trayectoria, un digno émulo de Washington.
Pero luego
de pensar en establecerse en Francia fijó su destino final en Bruselas, donde
se ocupó de obtener la mejor educación posible para su hija. Al conducirla al
internado de monjas que había elegido, el general le entregó a la religiosa que
recibió los efectos personales de la niña, unas máximas para que reglasen su
permanencia en el internado. Deseaba que Mercedes adquiriera saberes, pero
sobre todo requería que se le enseñara a “humanizar el carácter y hacerlo
sensible aun con los insectos que nos perjudican [...], inspirarla amor a la
verdad y odio a la mentira, estimular la caridad con los pobres, respeto a la
propiedad ajena, acostumbrarla a guardar un secreto, inspirarla sentimientos de
indulgencia hacia todas las religiones, dulzura con los criados, pobres y
viejos, que hable poco y lo preciso, acostumbrarla a estar formal en la mesa,
amor al aseo y desprecio al lujo, inspirarla amor por la patria y por la
libertad”.
Estaba
constantemente en contacto con sus amigos residentes en los países a los que
había dado libertad, y con respecto a la Argentina escribiría: “A pesar de
haberme tratado como un Ecce Homo y saludado con los honorables dictados de
ladrón y tirano, la amo y me intereso mucho, mucho en su felicidad”.
Una vez
más su idea de regresar se frustró por los duros enfrentamientos civiles
previos a la declaración de guerra con el Imperio del Brasil y la asunción de
Rivadavia a la presidencia de la República. No obstante, al enterarse de la
renuncia de este, se dirigió al gobierno para ofrecer sus servicios militares
en dicha contienda.
La
firma de una paz que no satisfizo a los beligerantes, provocó la revolución
encabezada por los generales Paz y Lavalle contra
el gobernador Manuel Dorrego, que cayó bajo
los disparos de un pelotón fratricida.
Sin
conocer los sucesos ocurridos en su patria, San Martín se embarcó hacia Buenos
Aires desde Falmouth, Gran Bretaña, en el Countess of Chichester, el 28 de
octubre de 1827, pero al llegar a Río de Janeiro se enteró de que el país
estaba nuevamente envuelto en una lucha entre hermanos y decidió regresar a
Europa sin desembarcar. Desde la rada porteña le escribió al ministro de
Lavalle, José Miguel Díaz Vélez: “Después de cinco años de alejamiento de la
patria, regresaba con el firme plan de concluir mis días en el retiro de una
vida privada [pero] no perteneciendo ni debiendo pertenecer a ninguno de los
partidos en cuestión, he resuelto para conseguir este objeto pasar a
Montevideo, desde cuyo punto dirigiré mis votos por el pronto restablecimiento
de la concordia”.
Cuando
se hallaba en Montevideo, los emisarios de Lavalle le ofrecieron el gobierno,
pero San Martín desechó ocuparlo, convencido de que la intemperancia de los
partidos impediría llegar a una solución duradera y pacífica. Así se lo expresó
a su amigo el chileno Bernardo O’Higgins: “La situación de este país es tal que
al hombre que lo mande no le queda otra alternativa que la de someterse a una
facción o dejar de ser hombre público; este último partido es el que yo
adopto”.
San Martín
retornó a Falmouth, para seguir a Bruselas, a fines de abril de 1829. Después
de desembarcar, subió al coche correo que iba a Londres con tan mala suerte que
el vehículo volcó. El general sufrió una profunda herida en el brazo izquierdo
que le provocó una hemorragia con peligro de vida. Pero lo aquejaba una herida
aún más profunda: la convicción de que ya no regresaría a su tierra...
Ha
corrido mucha agua bajo el puente y los argentinos, en vez de agredirnos de
palabra o de hecho, deberíamos ser fieles a la convicción sanmartiniana de que
solo la concordia y la paz nos permitirán volver a los tiempos en que el país
logró ser un faro de prosperidad, tolerancia y cultura para otros pueblos de la
tierra.ß
Fuente: Expresidente de la
Academia Nacional de la Historia. Miembro de la Academia Sanmartiniana.
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