Desde
tiempos inmemoriales, la Ciudad de México ha estado coronada por volcanes. El Popocatépetl
y el Iztaccíhuatl son emblemas capitalinos: forman parte
de la línea del horizonte de la capital mexicana, cuando el smog
y el viento así lo permiten, con su silueta reconocible en la
frontera entre el Estado de México y Puebla.
Después de milenios, la actividad
humana generó que el glaciar más importante de uno de
ellos desapareciera para siempre. Tanto
el Popocatépetl como el Iztaccíhuatl tienen una presencia cultural
milenaria en la cosmogonía de los pueblos originarios
mexicanos. En el caso del segundo volcán, cuenta la leyenda que
un guerrero tlaxcalteca se enamoró de una joven
gobernante de un pueblo aledaño.
Al mismo tiempo, una guerra
sanguinaria entre los aztecas y los tlaxcaltecas se
desató. Antes de que el soldado partiera a librar una batalla contra el
enemigo, pidió la mano de la joven a
quien le había jurado amor incondicional. Su padre, un cacique
poderoso, le concedió su bendición, siempre y cuando volviera
sano y salvo del frente de batalla.
A la espera, la
novia se vistió de blanco. Sin embargo, alguno de los enemigos
de su prometido le informó que había perdido la vida. Ella se enfermó de
tristeza, y falleció poco tiempo después sin saber que la noticia era falsa.
Cuando el guerrero volvió victorioso de la guerra,
se enfrentó con la noticia de que su amada había muerto.
A manera de rendirle homenaje, ella subió
a un monte con una antorcha incandescente, donde la vela
hasta la fecha. Con el tiempo, se convirtieron en volcanes. Hoy, milenios
después de que la leyenda se fincó en la tierra, el Iztaccíhuatl perdió
su vestido blanco a causa del calentamiento global.
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