LECTURA de SÁBADO: Es uno de esos tópicos que se repite como verdad sagrada e
incontrovertible: la historia la escriben los vencedores. Significa que
aquellos que tienen el poder controlan también lo que se dice acerca del pasado
para asegurar su dominio del futuro. Así, Winston Churchill escribió su propio
relato de la Segunda Guerra Mundial en el que se cuidó de que su personaje
apareciera iluminado bajo la luz más favorable.
Pero… ¿Es eso lo que sucede siempre? El vencedor de hoy puede ser el vencido de mañana porque cada nueva generación contempla lo que fue con otros ojos. Felipe V venció en la guerra de sucesión, tuvo a su disposición a las mejores plumas, pero en la actualidad no es precisamente un monarca con buena prensa en Cataluña.
Lo mismo sucede con la guerra civil española. Aunque fueron
franquistas los que se impusieron, los republicanos dejaron en el exilio una
gran abundancia de testimonios. Bajo la tiranía nacionalcatólica no se podían
publicar determinadas cosas, pero en el extranjero sí. Este fue el caso de
autores como Hugh Thomas o Gabriel Jackson, que sacaron en la editorial Ruedo
Ibérico sus libros sobre el trauma de 1936. Sus estudios, y otros trabajos que
contradecían la versión oficial, se difundieron clandestinamente en la
península. Cuando por fin desapareció la dictadura, los herederos de los
antiguos perdedores tuvieron por fin libertad para divulgar sus propias
explicaciones.
Los
ejemplos pueden multiplicarse. Aunque fueron españoles los contaron a su modo la
conquista de América, hoy existen una amplia bibliografía sobre la «visión de
los vencidos», título, por cierto, de un estudio clásico del mexicano Miguel
León-Portilla. Esta reinterpretación es posible gracias a las fuentes de origen
indio, que existen aunque no sean tan abundantes como nos gustaría, y a las
crónicas de origen europeo, en las que no falta la autocrítica o las
informaciones que se pueden interpretar de otra manera. Si la Historia la
escriben siempre los vencedores desde una óptica manipuladora por definición,
no se entiende de dónde sale la monumental Historia de las Indias, de fray
Bartolomé de las Casas, un religioso hispano que se pudo incondicionalmente del
lado de los vencidos.
Nadie
puede ejercer una autoridad tan absoluta que borre para siempre lo que no
quiere que se de a conocer. Napoleón tuvo que abdicar dos veces, derrotado por
sus enemigos, pero no hay duda de que consiguió ganar la batalla de la
posteridad. En su destierro de Santa Elena hizo partícipe de sus recuerdos al
conde de Las Cases, autor de un bestseller donde no hay rastro del dictador,
solo del héroe. Los jóvenes románticos no tardarían en hacer suya esta visión
profundamente idealizada de los acontecimientos.
Bonaparte
pretendía, por supuesto, ser cualquier cosa menos un testigo veraz. Su afán de
tergiversación nos previene contra la tentación de sacralizar las voces de los
perdedores solo por el hecho de serlo. Los vencidos, con sus aportaciones,
cuestionan las dogmas oficialistas pero también son a su manera parciales. Han
de justificarse a sí mismos y encontrar a un chivo expiatorio para su fracaso,
por lo que a menudo, en lugar de reflexionar sobre sus errores, cargan las
tintas contra los demás. En 1939, concluida en España la guerra civil, se
inicio otra contienda, esta vez de papel, en la que socialistas, comunistas y
anarquistas se dedicaron a culparse mutuamente por la caída de la República.
Hay que evitar, por otra parte, la suposición bienintencionada de que cualquier vencido es portador de algún tipo de superioridad moral. Aunque los nazis, por suerte, perdieron la Segunda Guerra Mundial, nadie sensato se atrevería a descalificar los Juicios de Nuremberg como justicia de los vencedores.
Tampoco a reivindicar a Hitler con el mismo argumento, el de la calumnia imaginaria de sus enemigos, tal como hacen los grupos neofascistas. Sus falacias demuestran que todo se puede pervertir, incluida una historia de los vencidos que nació para rescatar la memoria de los que sufrieron toda clase de injusticias por no estar en el lado de los triunfadores.
El problema es que la intención moral,
por laudable que sea, no nos lleva por fuerza a escribir una historia más
verídica. Sucede con frecuencia lo contrario puesto que la militancia solo nos
permite ver aquello que nos marca la ideología. El resultado es tan conocido
como triste. Si elogiamos a un autor, no es por la fuerza de sus razonamientos
ni por la calidad de su documentación sino solo porque nos dice lo que coincide
con nuestros prejuicios.
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