AYER COMO HOY LOS APELLIDOS, EL DINERO Y EL
PODER DISPONEN DE LA VIDA Y PERTENENCIAS de las FAMILIAS: Entre 1921 y 1922, en
aquellas tierras lejanas, bravas, de imponente belleza de la Patagonia, tuvo
lugar una de las más importantes gestas del movimiento obrero. Fue seguida por
la mayor masacre llevada adelante por el ejército y civiles bajo un gobierno democrático.
Acorde a la prensa anarquista, 1500 obreros fueron fusilados en un operativo en
el que los grandes latifundistas se erigieron como jueces que decidían la vida
o la muerte de los trabajadores mientras miembros del batallón 10mo de
caballería, comandados por el general Varela, ejecutaban su voluntad. A cien
años, proponemos revisitar estos acontecimientos y rehabilitar un proceso
fundamental de la historia argentina tantas veces olvidado.
Ovejas,
oligarcas y peones
Nos situamos en la Patagonia: rondan
los años 20 y Argentina está inserta en el mercado mundial bajo un modelo
agroexportador.
En estas tierras se concentraba la
producción lanar –principal resorte de la economía regional– acompañada de
frigoríficos y comercios. Un puñado de apellidos rimbombantes y capitales
extranjeros –principalmente británicos– se repartieron las estancias, así como
los grandes almacenes y los transportes que permitían la colocación de la
producción en el mercado externo.
Muchos estancieros eran inmigrantes o
descendientes de inmigrantes. Su ruda y masculina figura imponía el progreso y
la modernización capitalista en un territorio en que el poder nacional recién
había logrado afirmar su dominación de la mano del despojo de las poblaciones
nativas. Osvaldo Bayer (2009) señala que allí el desprecio por la vida era
moneda corriente y la bondad un símbolo de debilidad. Estas pocas personas
extendían su poder más allá del límite de sus estancias, y los funcionarios
públicos y la policía actuaban garantizando su dominación. Durante el régimen
oligárquico, el sistema político fluía en la relación con los latifundistas.
Estas tierras debían ser pobladas de
gente apta para el duro trabajo. Llegaron inmigrantes europeos –mayormente
españoles– y chilenos, especialmente chilotes (migrantes del archipiélago
Chiloé, que se encuentra sobre el Pacifico a la altura de Chubut). Junto con
algunos nativos, constituían la mano de obra y la población local. Se trataba
de una sociedad predominantemente masculina y poco consolidada (Bohoslavsky,
2009). Muchos trabajadores ni siquiera tenían un domicilio fijo, sino que
vagaban de estancia en estancia recorriendo en su extensión estas ventosas
tierras, especialmente crudas en los inviernos. Las condiciones de trabajo que
se les imponían eran bravísimas. Sin abundar en detalles, podemos señalar que
estaba vigente el sistema de camarotes, por el cual los peones vivían de lunes
a sábado en la estancia, hacinados en “cuartos” que no garantizaban mínimas
condiciones de salubridad, mal alimentados y, muchas veces, sin cobrar su
sueldo en moneda nacional.
Militares, policías, radicales y anarquistas:
Desde comienzos de siglo, los obreros
patagónicos protagonizaron distintos ensayos de lucha y organización. Esta
acumulación de experiencias fue vigorizada por la llegada del español Antonio
Soto, militante anarquista que se distinguió en estas tierras por su calidad de
organizador y agitador. De su mano, la Sociedad Obrera cobra un nuevo impulso y
una gran extensión.
Otro personaje novedoso irrumpe en
esta tierras y favorece a los obreros: se trata del juez Viñas, radical que
desentona con los intereses de los latifundistas. Pero la provincia, así como
la policía, está a cargo de Correa Falcón, que sí les responde.
En 1919, se suceden conflictos en los
que intervienen distintos sectores obreros adoptando medidas como la huelga o
el boicot. Interesa destacar que muchas de las veces no son las demandas
económicas las que empujan a la acción, sino la solidaridad entre trabajadores
y la demanda de dignidad y respeto que les deben los patrones, valores
centrales en la prosa y el imaginario anarquista.
Los conflictos se van radicalizando
de a poco, en su extensión, en sus demandas y en su repertorio de protesta. En
1920, la policía emprende una caza de anarquistas por todo el territorio,
apresándolos y amenazándolos con la deportación. La Sociedad Obrera declara la
huelga general en solidaridad con estos trabajadores. Luego de distintas idas y
vueltas en las que el gobernador intenta mantener presos a los obreros mientras
el juez Viñas declara que deben ser puestos en libertad, llega la resolución de
Yrigoyen de liberarlos a todos. Es un triunfo de la Sociedad Obrera, que había
demostrado disciplina y organización en la huelga.
Saboreando el triunfo, preparan un
nuevo pase a la ofensiva: se declara la huelga general para conseguir un pliego
de condiciones para los obreros rurales y mejoras monetarias para los
trabajadores del comercio. No encontramos en este pliego demandas que versen
sobre abolir la propiedad privada o establecer gobiernos obreros: encontramos
demandas laborales que pueden resumirse en ser reconocidos como humanos y, como
tales, merecedores de dignidad y respeto. Piden poder asentarse y criar una
familia, poder alimentarse, poder higienizarse.
La ciudad de Río Gallegos se
paraliza, la actividad portuaria es suspendida y la huelga se extiende por el
campo como un reguero de pólvora que avanza estancia por estancia, sublevando a
la peonada, tomando las estancias y a sus propietarios como rehenes. Los
intentos de represión local contribuyen a radicalizar el conflicto y, poco a
poco, el centro de gravedad de la huelga se instala claramente en el campo.
Finalmente, llega la resolución de Yrigoyen. De la mano del cambio de
gobernador –desembarca el capitán Iza– y de las tropas del comando 10mo de
caballería comandadas por Varela, esta primera etapa del conflicto se resuelve aceptando
el pliego de condiciones y liberando a los detenidos. La situación es vista por
todos como un triunfo total de los obreros.
Pero los estancieros ya están planeando su contraataque, y
sus próximos movimientos son en Buenos Aires. Desde allí, comienzan, de
diferentes formas, a presionar a Yrigoyen y a intervenir en la prensa. Mientras
se organizan cada vez más (la Liga Patriótica desembarca en el Sur) y logran
nacionalizar su versión de que el terror maximalista y extranjerizante se
apodera de la Patagonia y amenaza la seguridad nacional, los obreros
patagónicos van quedando más aislados. Las discusiones entre Antonio Soto y la
Fora sindicalista llevan a que esta adopte una política que Bayer (2009)
denomina como divisionista en un momento en el que el apoyo de los trabajadores
porteños era central tanto para presionar al gobierno nacional como para
imponer otro relato en la prensa.
Los estancieros se niegan a cumplir
las condiciones resultantes de la primera huelga. Los obreros saben que el
conflicto no está cerrado y todo el año 1921 se desarrolla entre diferentes
luchas con la Sociedad Obrera como protagonista.
En Buenos Aires, las presiones habían
tenido efecto: Yrigoyen envía una nueva intervención nacional comandada por el
Teniente Coronel Varela, el mismo que antes había decepcionado a los
estancieros y logrado alguna confianza de los obreros. Pero esta vez las
órdenes son otras y con un objetivo claro: limpiar la
Patagonia estancia por estancia, campamento por campamento. Así avanza el
ejército, en pie de guerra contra los obreros. Los huelguistas están mal
armados –y confiaban en poder negociar con el ejército–. Del otro lado, la
miseria humana, la crueldad inútil. Se suceden crímenes atroces, masacres,
detenciones sin paradero declarado, se atestan las cárceles de huelguistas, los
muertos son enterrados por la zona, obligados a cavar sus propias tumbas o
quemados con querosene. En esta masacre participan también los estancieros,
erigiéndose en jueces de la vida o la muerte de los obreros. El ejército hace
de verdugo que ejecuta la voluntad de los propietarios. Los anarquistas
denuncian más de 1500 obreros fusilados: es la mayor masacre contra el
movimiento obrero bajo un gobierno democrático en la historia argentina.
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