Todo comenzó con un conflicto entre hacendados y peones por despidos de obreros rurales y por las magras condiciones laborales. El gobierno radical envió un grupo militar para resolver el conflicto y la manera como el teniente coronel Varela cumplió la misión fue la eliminación de los trabajadores en protesta. El asunto concluyó con el silencio y la negativa a investigar la verdad por parte del gobierno, para no avivar el escándalo.
Todo comenzó a partir de una crisis económica. El precio de
la lana después de la Primera Guerra Mundial se había desbarrancado, los
estancieros latifundistas ya no estaban generando ganancia y acumulaban
ingentes stocks de producción que no podían colocar por falta de compradores.
Naturalmente, los primeros que padecerían los efectos de la crisis serían los
asalariados. Gran cantidad de despidos sumados a las humillantes condiciones de
trabajo detonaron las protestas.
La Sociedad Obrera de Río Gallegos y la Federación Obrera (FORA), de tendencia anarquista, comenzaron a actuar con celeridad. Impulsaron una intensa campaña de sindicalización de peones. Difundieron literatura libertaria y propiciaron la organización obrera antioligárquica.
Aparecieron las huelgas y con ello comenzaron las detenciones, allanamientos policiales y clausura de locales obreros en algunas ciudades de la Patagonia. Entraron en escena los parapoliciales escuadrones “blancos” de la Liga Patriótica que, al margen de la ley pero sin un límite de hecho, perseguían a huelguistas y colaboraban con comerciantes y terratenientes de la zona. Mientras tanto, las negociaciones entre trabajadores y hacendados fracasaban porque los últimos se negaban a aceptar el petitorio con exigencias módicas que presentaron los huelguistas para reanudar su actividad. Se reclamaba un sueldo mínimo de 100 pesos, comida en buen estado, dignas condiciones de higiene, velas para alumbrar en la noche y que las instrucciones de los botiquines sanitarios estuvieran en español en lugar de inglés.
Enterado de la crisis y presionado por Gran Bretaña, que estaba
preocupada por las difíciles circunstancias de los compatriotas hacendados en
Patagonia, el presidente radical Hipólito Yrigoyen envió en enero de
Los
sindicalistas esperaban a los militares de la nación con gran optimismo porque
confiaban en que se pondrían de su lado. El tiempo les demostraría lo
equivocados que estaban.
Inicialmente
se impuso la vía del diálogo y, con la mediación del gobernador Izza, se llegó
a un acuerdo por el cual los terratenientes se comprometían a cumplir con las
exigencias de los peones.
Varela
y sus hombres volvieron a Buenos Aires,
pero el quebrantamiento del convenio meses más tarde por parte de los
hacendados hizo que el conflicto estallara con mayor virulencia. Se decretó
paro general y se ocuparon haciendas. La organización
obrera se fortaleció y se proveyó de armas para la autodefensa. Los principales líderes
del movimiento libertario eran el español Antonio Soto y el
entrerriano José Font, conocido como el noble gaucho “Facón Grande”.
En
vistas de este panorama de beligerancia, en octubre de 1921 volvieron las
tropas de Varela, esta vez con el objetivo preciso de acabar
con las huelgas y revueltas como sea.
Tomando
como excusa un episodio confuso de enfrentamiento con balas entre un estanciero
y vándalos comunes que nada tenían que ver con la protesta, Varela interpretó
que se trataba de un caso de insurrección armada y, amparándose en el Código
Militar, declaró la ley Marcial. Así se dispararía una escalada cruenta de
violencia y represión que liquidaría las huelgas al compás de fusilamientos
masivos de anarquistas y peones
rurales. Una de las situaciones más sangrientas se vivió en la Estancia La
Anita, donde centenares de obreros cayeron abatidos
frente a pelotones de fusilamiento. También se produjo un episodio trágico en
los campos del establecimiento ganadero Bella Vista. Los cadáveres
de los 200 peones que resultaron asesinados allí
fueron trasladados a una fosa común en lo que hoy se conoce como el Cañadón de los
Muertos, cerca de la localidad de Gobernador
Gregores. Entre las 1500 víctimas que
aproximadamente dejó el accionar militar en el sur argentino, se encontraban Hugo Soto y Facón
Grande.
Las huelgas y fusilamientos concluyeron, pero las pasiones que dejó atrás el
genocidio no quedarían a la deriva. Kurt Gustav
Wilckens, un anarquista alemán que había sufrido el fusilamiento de su hermano,
iniciaría la cadena de venganzas, un año después de la masacre.
Llegó a Buenos Aires para matar a Varela. Lo
siguió cerca de su casa en el barrio de Palermo, le arrojo u
na bomba y luego lo liquidó con algunos balazos. Un centinela mató a Wilckens
al encoñanarlo por la mirilla del calabozo donde la víctima cumplía arresto.
Finalmente, la secuencia de revanchas llegó a su fin con el homicidio del
centinela por parte de un antiguo huelguista patagónico.
No
se sabe si Hipólito Yrigoyen tuvo una participación directa en los episodios de
la “Patagonia Trágica”. Las teorías son de lo más diversas. Pero lo que no
puede ser pasado por alto es que, pese a los reclamos de la oposición, la bancada radical
-mayoritaria en el Congreso Nacional-, no permitió la intervención de una
Comisión Investigadora para estudiar los acontecimientos. Decidieron
que la verdad no saldría a la superficie, en parte porque no querían más
tensiones con el Reino Unido, país con el que Argentina sostenía mayores
relaciones económicas en la época (las estancias, en su mayoría, eran propiedad
de ingleses). Asimismo, porque consideraron que no valía la pena caldear
más el ambiente cuando
se trataba en definitiva –calculaban- de víctimas insignificantes en los
confines del desierto patagónico. De tal suerte, el gobierno radical
tuvo gran responsabilidad no sólo en la ejecución, sino además en el
silenciamiento del genocidio. La historia lo debe recordar de
esa manera.
Fuente: Patagonia
Argentina.com, Turismo y viajes por la Patagonia y Argentina.
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