HACE tres
mil quinientos años, la Ley de Moisés condenó el soborno. A partir de entonces,
se han multiplicado a lo largo de los siglos las leyes contra la corrupción, si
bien no han logrado ponerle freno. Todos los días se pagan millones de
sobornos, y miles de millones de personas sufren las consecuencias.
La corrupción está tan extendida y es tan compleja que
amenaza con socavar la misma estructura de la sociedad. En algunos países, casi
no se puede hacer nada a menos que se dé dinero bajo mano. Entregar un
soborno a la persona indicada permitirá aprobar un examen, obtener el permiso
de conducir, conseguir un contrato o ganar un juicio. “La corrupción es como
una densa niebla de contaminación que desmoraliza a la gente”, se lamenta el
abogado parisino Arnaud Montebourg.
Los sobornos proliferan especialmente en el mundo comercial.
Algunas empresas destinan una tercera parte de sus ganancias a sobornar a
burócratas corruptos del Estado. Según la revista británica The Economist, hasta
el 10% de los 25.000 millones de dólares que se gastan anualmente en el
comercio internacional de armas se utiliza para comprar a los posibles
clientes. Como la corrupción ha aumentado, las consecuencias han sido
catastróficas. Se dice que durante la última década el capitalismo “amiguista”
—prácticas comerciales corruptas que favorecen a unos pocos privilegiados con
buenas conexiones— ha arruinado la economía de países enteros.
Inevitablemente, quienes más sufren la corrupción y los
estragos económicos a que esta da lugar son los pobres, que casi nunca están en
condiciones de sobornar a nadie. Como dijo sucintamente The Economist, “la
corrupción no es más que una forma de opresión”. ¿Puede vencerse esta
forma de opresión, o es ineludible el soborno? Para contestar a esta pregunta,
primero debemos identificar algunas de las causas fundamentales de la
corrupción.
¿Cuáles son las causas de la
corrupción?
¿Por qué deciden las personas ser corruptas, en lugar de
honradas? Para algunas quizá sea la manera más fácil de conseguir lo que
quieren, si no la única. El soborno puede ser a veces una manera cómoda de
eludir el castigo. Mucha gente observa que los políticos, los policías y los
jueces parecen pasar por alto la corrupción o hasta practicarla, por lo que
sencillamente siguen su ejemplo.
Al aumentar la corrupción, se hace más aceptable, hasta que
al final se convierte en un modo de vida. La gente que cobra salarios muy bajos
llega a creer que no les queda otra opción. Tienen que pedir sobornos
si quieren vivir decentemente. Y cuando no se castiga a quienes obtienen o
pagan sobornos para conseguir una injusta situación de ventaja, son pocos los
que están dispuestos a ir contra la corriente.
Hay dos fuerzas poderosas que siguen
alimentando el fuego de la corrupción: el egoísmo y la avaricia. Como
consecuencia del egoísmo, los corruptos pasan por alto el sufrimiento que causa
la corrupción a otras personas, y justifican los sobornos sencillamente porque
les benefician. Cuantos más beneficios materiales obtienen, más avariciosos se
vuelven. “Un simple amador de la plata no estará satisfecho con plata,
ni ningún amador de la riqueza con sus ingresos” reza un antiguo adagio. La
avaricia puede ser buena para ganar dinero, pero siempre cierra los ojos a la
corrupción y la ilegalidad.
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