El cristianismo adoptó y transformó las costumbres paganas relacionadas con el culto a los árboles sagrados.
Jeremías, el profeta del siglo VII a.C., dice que "las costumbres de los pueblos son vanidad" porque un leño "con plata y oro lo adornan; con clavos y martillo lo afirman para que no se mueva". Jeremías se refiere a la vanidad de adorar "objetos sin valor", propia de los paganos, en vez de venerar al Señor, "el Dios verdadero".
El árbol de Navidad no existía como tal, pero estos versículos revelan una costumbre ancestral: cortar un árbol para adornarlo o, como hacían los babilonios, para dejar regalos debajo del mismo. Tertuliano, un cristiano que vivió entre los siglos II y III d.C., critica los cultos romanos paganos, imitados por algunos de sus correligionarios, de colgar laureles en las puertas de las casas y encender luminarias durante los festivales de invierno.
Los romanos adornaron las calles durante las Saturnales, pero fueron sobre todo los celtas quienes decoraron los robles con frutas y velas durante los solsticios de invierno. Era una forma de reanimar el árbol y asegurar el regreso del sol y de la vegetación. Desde tiempos inmemoriales, el árbol ha sido un símbolo de la fertilidad y de la regeneración.
El cristianismo adoptó y transformó estas costumbres paganas ante la imposibilidad de erradicarlas. Cuenta la leyenda que en el siglo VIII había un roble consagrado a Thor en la región de Hesse, en el centro de Alemania. Cada año, durante el solsticio de invierno, se le ofrecía un sacrificio.
El misionero Bonifacio taló el árbol ante la mirada atónita de los lugareños y, tras leer el Evangelio, les ofreció un abeto, un árbol de paz que "representa la vida eterna porque sus hojas siempre están verdes" y porque su copa "señala al cielo".
A partir de entonces se empezaron a talar abetos durante la Navidad y por algún extraño motivo se colgaron de los techos. Se cuenta que el teólogo Martin Lutero puso unas velas sobre las ramas de un árbol de Navidad porque centelleaban como las en la noche invernal. Dos ciudades bálticas se disputan el mérito de haber erigido el en una plaza pública: Tallin (Estonia) en 1441 y Riga (Letonia) en 1510. Unos comerciantes locales instalaron un abeto en la plaza del mercado de Riga, lo decoraron con rosas artificiales, bailaron a su alrededor y finalmente le prendieron fuego. Hoy se iluminan con luces artificiales.
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