El Papa Francisco publicó su mensaje para la
59ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales que se celebra este viernes
coincidiendo con la festividad de San Francisco de Sales, patrón de los
comunicadores.
En nuestro tiempo, marcado por la
desinformación y la polarización, donde pocos centros de poder controlan un
volumen de datos e informaciones sin precedentes, me dirijo a ustedes
convencido de cuán necesario —hoy más que nunca— sea su trabajo como
periodistas y comunicadores. Su valiente compromiso es indispensable para poner
en el centro de la comunicación la responsabilidad personal y colectiva hacia
el prójimo.
Hoy en día, con mucha frecuencia
la comunicación no genera esperanza, sino miedo y desesperación, prejuicio y
rencor, fanatismo e incluso odio. Muchas veces se simplifica la realidad para
suscitar reacciones instintivas; se usa la palabra como un puñal; se utiliza
incluso informaciones falsas o deformadas hábilmente para lanzar mensajes
destinados a incitar los ánimos, a provocar, a herir. Ya he afirmado en varias
ocasiones la necesidad de “desarmar” la comunicación, de purificarla de la
agresividad.
Reducir la realidad a un slogan nunca produce
buenos frutos. Todos vemos cómo —desde los programas de entrevistas hasta las
guerras verbales en las redes sociales— amenaza con prevalecer el paradigma de
la competencia, de la contraposición, de la voluntad de dominio y posesión, de
manipulación de la opinión pública.
Existe también otro fenómeno preocupante, que podríamos definir
como la “dispersión programada de la atención” a través de los sistemas
digitales, que, al perfilarnos según las lógicas del mercado, modifican nuestra
percepción de la realidad.
De esa manera asistimos, a menudo
impotentes, a una especie de atomización de los intereses, y esto termina
minando las bases de nuestro ser comunidad, la capacidad de trabajar juntos por
el bien común, de escucharnos, de comprender las razones del otro. Parece
entonces que identificar un “enemigo” contra el cual lanzarse verbalmente sea
indispensable para autoafirmarse. Y cuando el otro se convierte en “enemigo”,
cuando su rostro y su dignidad se oscurecen para humillarlo y burlarse de él,
también se pierde la posibilidad de generar esperanza.
Como nos ha enseñado don Tonino Bello, todos los conflictos
“encuentran su raíz en la disolución de los rostros” [1]. No podemos rendirnos ante esta
lógica.
Esperar, en realidad, no es fácil en absoluto. Decía Georges
Bernanos que «sólo esperan los que han tenido el valor de desesperar de las
ilusiones y de las mentiras en las que encontraban una seguridad que tomaban
falsamente por esperanza. […] La esperanza es un riesgo que correr. Incluso es
el riesgo de los riesgos»
Dar espacio a la confianza del
corazón que, como una flor frágil pero resistente, no sucumbe ante las
inclemencias de la vida sino que florece y crece en los lugares más impensados:
en la esperanza de las madres que rezan cada día para ver a sus hijos regresar
de las trincheras de un conflicto; en la esperanza de los padres que migran
entre mil riesgos y peripecias en busca de un futuro mejor; en la esperanza de
los niños que logran jugar, sonreír y creer en la vida incluso entre los
escombros de las guerras y en las calles pobres de las favelas.
Ser testigos y promotores de una comunicación no hostil, que
difunda una cultura del cuidado, que construya puentes y atraviese los muros
visibles e invisibles de nuestro tiempo.
Contar historias llenas de esperanza, teniendo en cuenta nuestro
destino común y escribiendo juntos la historia de nuestro futuro.
Todo esto pueden y podemos hacerlo con la gracia de Dios, que el
Jubileo nos ayuda a recibir en abundancia. Rezo por esto y los bendigo a cada
uno de ustedes y a su trabajo.
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