En realidad la virginidad como término sí existe, lo que no existe es
ninguna constatación científica que la relacione con alguna parte del cuerpo
humano. Es más, en la RAE aparece definido
como “estado de virgen”. También es común la siguiente definición:
aquella persona que nunca ha tenido relaciones sexuales.
La expresión virginidad proviene de la palabra francesa virgine, cuya raíz latina significaba
‘doncella’/ ‘virgen’, en referencia a las jóvenes que nunca habían mantenido
relaciones sexuales. Curiosamente, la misma palabra hace
referencia en la religión católica a María, madre de Jesucristo, y que bien
podría aludir a su estado virginal.
Como en casi todos los aspectos sexuales que tienen que
ver con el género femenino, la virginidad, también llamada castidad, ha sido
motivo para el castigo y el juicio social. Pero no por vírgenes, sino al
contrario, por ejercitar la promiscuidad.
La idea de la virginidad se
remonta muchos siglos atrás y apareció como una forma de control para la
sexualidad de las mujeres.
Fue en el s. XVI cuando apareció una
relación directa entre el concepto de la virginidad y el cuerpo femenino:
el himen. El
origen no suscita demasiada fiabilidad, pero empecemos por el principio.
El himen como metáfora de la
virginidad.
Los constructos sociales en los que nos asentamos
las sociedades actuales son fruto de siglos de humanidad. Y la virginidad no se
libra de ello.
Ya en tiempos de la cultura clásica, la
virginidad estaba considerada como una virtud ligada a la pureza de las mujeres
bajo el nombre de partenía. Aunque en esas épocas la partenía no
implicaba ningún aspecto físico, sí requería de un compromiso prematrimonial y
otros conceptos algo más abstractos diluidos a día de hoy. Pero toda flor,
tiene su semilla y su germen, y la virginidad está demasiado relacionada con la
idealización de las diosas griegas y romanas, y demás culturas politeístas.
Con el avance de los años, las nuevas religiones monoteístas vieron
un gran filón en la virginidad, esta vez como forma de control de la sexualidad femenina, siempre tan perseguida.
En este caso, quisieron relacionarla a principios morales y éticos que para que
el arraigo en la sociedad fuera mayor, en un momento donde, sobre todo, la
religión católica, dominaba el mundo y los quehaceres mundanos de las
poblaciones.
No obstante, no fue hasta el s. XVI cuando,
por primera vez, la virginidad se relacionó de manera directa con el cuerpo de
la mujer. El responsable de ello: Andreas Vesalius, un famoso forense de la
época de lo que hoy conocemos como Países Bajos. Él mismo fue
el primero en realizar una de las descripciones más exactas de lo que es el
himen, aunque las connotaciones fueron distintas. Mientras
Vesaluis realizaba dos autopsias a dos jóvenes vírgenes, se dio cuenta de la
existencia de unos pequeños trozos de carne alrededor de sendas vaginas, lo que
le llevó afirmar que no todas las mujeres vírgenes tenían himen, pero que, sin
embargo, un himen intacto podría resultar prueba de la virginidad.
Unas afirmaciones que han llegado hasta nuestros días donde
seguimos creyendo el falso mito del himen y la virginidad. Y decimos falso
porque ningún avance tecnológico, forense o médico ha confirmado la existencia
de la relación entre virginidad e himen. No existe ningún estudio que asevere que el
himen se rompe con la primera relación sexual, ni mucho menos se trate de una
‘puerta’ de la vagina ni nada parecido. El himen existe como una parte más del cuerpo
femenino, pero nada tiene que ver con el constructo social de la castidad y la
pureza.
Para la comunidad científica es un gran reto desligar de
forma definitiva la virginidad con aspectos biológicos que nada tienen que ver. No solo por acabar con el falso mito de la castidad y
el himen, sino para proteger la salud física y mental de las mujeres, que
pueden verse afectadas de manera incorrecta. Por eso, debemos desterrar esta
idea del imaginario colectivo y, sobre todo, rearmar los nuevos constructivos
sociales que eliminen la virginidad en las mujeres.
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